La muerte de la Caja del Mediterráneo, después de haber vivido un siglo y un tercio de otro, no se produjo ayer, sino hace al menos dos años, cuando Modesto Crespo y Roberto López empezaron a ir de feria en feria, hoy a Murcia, mañana a Bilbao, pasado a Oviedo. De entonces acá, lo único que faltaba por extender era el certificado de defunción. Y eso fue lo que en la tarde de ayer, una vez cerradas las oficinas y los mercados y con todo el fin de semana por delante, para evitar que cundiera una histeria injustificada pero difícil de frenar de otra forma, hizo el Banco de España. Así que ni siquiera puede recurrirse al tópico y sobado titular de García Márquez y su crónica de una muerte anunciada, porque el encefalograma era plano desde hace mucho tiempo. En todo caso, lo que ahora vendrá será la autopsia. Ningún cadáver hallado en extrañas circunstancias escapa de ella.

Los grandes males, de todas formas, han ido siendo relatados en estas páginas mes a mes y golpe a golpe. Más allá de lo que los interventores forenses dictaminen ahora, la CAM sucumbe víctima de quienes la gobernaron desde dentro y desde fuera, de una sociedad civil anestesiada y de un Banco de España que necesitaba salvar unas cajas pero condenar a otras para que el proceso de reestructuración del sistema financiero tuviera credibilidad.

El día en que la entidad alicantina alcanzó el cuarto lugar en el ranking de cajas de ahorro de España, en franca competencia con Bancaja, ese día el motor de una institución crediticia que había sido modelo de prudencia hasta aquí se aceleró de forma irracional. Sostener ese nivel, en un territorio en el que la industria había desaparecido para convertirse en el reino del ladrillo, con la especulación y la depredación del paisaje como dedicación principal y casi exclusiva, llevaba directamente a la ruina si la burbuja inmobiliaria estallaba, como así ocurrió. Pero, por si la exposición a un sector tan explosivo como la construcción no era riesgo bastante, la CAM soportó al mismo tiempo el ser, junto a su colega valenciana, el cofre del tesoro de la Generalitat, y vivir así en permanente estado de saqueo, da igual que fuera para construir terras míticas, ciudades de las artes o ciudades de las luces; da lo mismo si se tiraba de ella para financiar regatas, salvar equipos de fútbol o pagar las nóminas de la Administración. El caso es que su cuenta era una cuenta abierta al capricho de quienes han gobernado esta autonomía.

El consejo de administración jamás se quejó. Nunca ejerció la labor de control y gobierno para la que teóricamente existía. Y no lo hizo porque, desde el presidente hasta el último de sus vocales, todos eran esclavos de quienes les eligieron: la mayoría, aplastante, del PP; y algunos, muchos menos, del PSOE. Los directivos, empleados al fin y al cabo, que no dueños, aprendieron paulatinamente que no cabía otra que ponerse al pairo de las directrices políticas y entrar en el compadreo con el consejo y con la Generalitat, señor de horca y cuchillo como demostró Lerma, fulminando a Miguel Romá como director general para colocar a Juan Antonio Gisbert; Zaplana, liquidando a Román Bono como presidente para poner a Vicente Sala y forzar luego la dimisión del mentado Gisbert; y Camps, deshaciéndose de Sala para imponer a Modesto Crespo. Así que hubo un día en que Roberto López, que llegó a enfrentarse con Zaplana cuando éste todavía era ministro plenipotenciario, echó la vista atrás, vio los antecedentes y supo lo que tenía que hacer para sobrevivir.

Gestionar en esas condiciones una entidad con más de 70.000 millones en activos y de 40.000 en depósitos era un desquicie que tenía que acabar mal. Y todos los pecados se pusieron de manifiesto cuando cayó Lheman Brothers, se derrumbó la construcción, se cerró el grifo del crédito exterior y se entró en la frenética carrera de los SIP y las fusiones. El suceso ocurrió cuando la CAM tenía un presidente sin más mérito para serlo que su amistad con el jefe del Consell, un director general que ya sólo podía huir hacia delante, un consejo tan falto de dignidad que en lugar de haber dimitido en bloque aún estaba peleándose hace apenas 48 horas por ver quién continuaba en el machito, un gobernador del Banco de España que necesitaba un trofeo en su vitrina y un jefe del Consell, Francisco Camps, gran maestre de este aquelarre, encerrado en su Palau hasta que el miércoles fueron a sacarlo y hubo de dejarlo a la fuerza. Ha querido la historia que todos los protagonistas acabaran saliendo por la puerta de atrás: dimitidos, destituidos, despedidos o jubilados antes de tiempo. Ellos se cargaron la caja. Pero es Alicante, sus representantes sociales y sus dirigentes políticos, quien no ha sabido defenderla. Y los intereses que ahora pagaremos por ello serán altísimos.