La acción inexorable de la Justicia, a la que se creyó impune y a la que provocó en numerosos discursos, va a llevar a Camps a sentarse en el banquillo de los acusados. Pocos argumentos podemos añadir a estas alturas los que defendimos, desde el primer día en que se conoció el caso Gürtel, que el president debía dimitir. Y está de sobra insistir en la presunción de inocencia, que le asiste en todo momento. Pero esa presunción debería ser capaz de integrarse con otras realidades en el Estado democrático cuando un responsable político es el triste protagonista de algunos hechos potencialmente punibles. Porque no es culpa penal lo que nos debe preocupar ahora, sino el nivel que han alcanzado las sospechas, que contamina inevitablemente al acusado.

El president de la Generalitat, cuyo tratamiento oficial supone una presunción de mucha honorabilidad, es una figura institucionalmente compleja, indisociable de la persona que la ostenta. Es president de la Comunidad, president del Consell que, aunque órgano colegiado, depende de él en su conformación y obtención de la confianza parlamentarias y, finalmente, es el máximo representante del Estado en la Comunidad. Aunque sólo fuera por este último título su dimisión debería ser una cuestión de dignidad colectiva: ¿imaginamos que estuviera a punto de ser juzgado por cohecho impropio el presidente del Tribunal Constitucional o el del Tribunal Supremo?, ¿alguien cree que no dimitiría?, ¿imaginamos qué diría el PP si el encausado fuera el presidente del Gobierno? Y aquí está la última razón: la contaminación del acusado por las sospechas contamina de tal manera a la institución unipersonal pero compleja que representa que su egoísmo, su incapacidad para poner por delante a la Comunidad le invalida como president.