Si no fuera porque resulta demasiado largo para un periódico, le hubiera robado hoy a Juan Eslava Galán el título de uno de sus amenos ensayos y habría rotulado estas páginas como "Una historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie". Porque de eso trata la defenestración esta semana del presidente del PP, José Joaquín Ripoll, definitivamente expulsado de la Diputación Provincial: de la lucha cainita que el partido que gobierna la Comunitat vive en Alicante desde el día después de que Eduardo Zaplana dejara el poder y Francisco Camps se hiciera con él. Sería incluso divertido contemplar esos toros desde la barrera, si no fuera porque cada obús que se lanzan se paga con fondos públicos y repercute en el desarrollo de Alicante, justo cuando sus ciudadanos más dedicación necesitan.

Decía el añorado Antonio Moreno, quien sufrió la paradoja de verse obligado a exiliarse de Alicante cuando Ángel Luna llegó a la Alcaldía para acabar cuatro años después teniendo que cargar sobre sus espaldas el peso de representar a un PSPV deshecho por la derrota mientras sus dirigentes, incluido Luna, se daban a la fuga; decía Moreno, les contaba, que la política es un oficio duro en el que no caben contemplaciones. "Y el que quiera solidaridad, que se apunte a una ONG".

Falta de talla. No hay miramientos en política, pues, ni tiene por qué, pero hay formas. Y según se utilicen unas u otras se mide la talla de quien las emplea y del partido que las ampara. Si el PP hubiera expulsado de su seno a José Joaquín Ripoll como medida regeneradora ante las serias acusaciones que pesan contra él por el denominado caso Brugal, no cabría aquí otra cosa que aplaudir una medida de higiene democrática y responsabilidad política, más allá de que los juzgados posteriormente le declararan culpable, inocente o, si se anulase el procedimiento por sus errores, mediopensionista. Pero no es eso lo que ha ocurrido: ahí están Alperi o Sonia Castedo, acusados también de graves infracciones a la ley. La cúpula regional toda del partido, implicada en una trama de financiación ilegal para acudir con ventaja a las elecciones. O el mismísimo Francisco Camps, jefe del PP y del Consell, al borde de convertirse en el primer presidente autonómico de la historia juzgado por un jurado popular. Ahí están y ahí siguen.

No. En el caso de Ripoll lo único que se ha producido es un simple y llano ajuste de cuentas. Un golpe de Estado palaciego para tratar de lograr, en una celada con complicidades bien retribuidas, lo que el autodenominado poder valenciano no había conseguido hasta el momento ni por la vía de los congresos, ni por el de las urnas. ¿O es que Ripoll no iba de número dos en la misma lista que le dio al PP 18 concejales sobre 29?

Es verdad que, equivocación tras equivocación, Ripoll ha terminado por entregar él solito su cabeza. Siempre se escribió en este periódico que era tan buen administrador como mal estratega. Y la sentencia se ha cumplido inexorablemente. Si Ripoll hubiera ejercido como lo que era, presidente del partido, y no se hubiera comportado como alguien que parecía estar todo el día pidiendo perdón y rogando clemencia. Si se hubiera puesto al frente de la campaña electoral, en vez de permitir que le dejaran al margen de ella. Si hubiera peleado por todos y cada uno de los que le seguían, en lugar de frenarlos e incluso dejarlos caer en aras a un consenso que jamás iba a conseguir, porque el campismo acostumbra a ir a la guerra con la orden de no hacer prisioneros. Si, como presidente del PP, hubiera aprobado las listas de diputados provinciales en vez de permitir que se le adelantaran y él se enterara por la Prensa de que sus oponentes ya tenían firmadas las suyas. Si se hubiera reivindicado, en lugar de aguardar a que lo defendieran en Madrid quienes sólo saben dónde está Alicante porque Rajoy tiene en Santa Pola plaza de registrador. Si hubiera hecho lo que de un líder político se espera, en definitiva, probablemente hoy estaría vivo. Y, sin embargo, está muerto.

Todos empatados. Ripoll perdió pie el día en que estalló Brugal y todo su discurso de la honestidad frente a la presunta venalidad de Camps y sus conmilitones se vino abajo. Pero, dado que desgraciadamente para nuestro sistema, al final todos estaban empatados -ya lo he dicho antes: el que, ostentando un alto cargo en el PP, esté libre de sumario, que tire la primera piedra-, lo que al cabo le precipitó al abismo fue no ejercer la legitimidad orgánica que le había dado un congreso.

El problema no es su despido, al menos no es el problema de los ciudadanos. Dijo el viernes Paula Sánchez de León, que aspira a una vicepresidencia en el nuevo gobierno de la Generalitat, que son los proyectos los importantes, y no las personas. Y tiene razón. La cuestión es, precisamente, que la liquidación de Ripoll no esconde otra cosa que la anulación de cualquier contrapeso que desde Alicante pueda hacerse a Valencia. Y ese ha sido un proyecto sistemático que primero intentó, y no consiguió, el socialista Joan Lerma, y que ahora está llevando a término, con tanta paciencia como efectividad, Francisco Camps. Anuladas la Cámara y Coepa, de cuyos respectivos presidentes, Garrigós y Martínez Berna, nada se espera; finiquitada la CAM por una administración cuya máxima culpabilidad sólo puede achacarse al propio Camps; asfixiadas las universidades y controladas casi todas las asociaciones cívicas, la única voz con representatividad para hablar por toda la provincia, para denunciar por ejemplo que los presupuestos de la Generalitat llevan años dejando a la cola en inversión por habitante a Alicante, que recibe menos que Valencia o que Castellón, era la del presidente de la Diputación. Y puesto que Ripoll ejercía ese papel, tocaba fulminarlo para poner en su lugar alguien que no lo haga.

Peor, imposible. Nunca en la historia Alicante se ha visto en una situación igual: sin voz ni voto ni en Valencia ni en Madrid, ni en el ámbito político ni en el económico, ni en el PP o el PSOE ni en las organizaciones empresariales ni financieras. Y ahora ya, sin nadie capaz de alzar la voz siquiera para reclamar el derecho al pataleo. La mejor prueba de que eso es lo que se persigue en última instancia es el perfil político bajo de los cinco nombres que se han puesto sobre la mesa para ocupar la presidencia de la Diputación: ninguno de los propuestos tienen hoy por hoy ni ascendencia social ni política, ni sobre el complicado entramado cívico de esta provincia, ni sobre su propio partido. No quieren actores principales, sino de reparto. Ésa es la responsabilidad precisamente que tiene quien al final resulte agraciado: no ser un juguete, puesto que tendrá que sustituir a quien, con errores y aciertos, ha sido uno de los mejores gestores que ha tenido la Diputación en Democracia. Sólo por eso, se merecía un respeto a la hora de echarlo. No se ha tenido. Y la implacabilidad de Camps y la prepotencia de Castedo empiezan a asustar incluso entre sus propias filas. Porque hasta matar es un arte, y aquí han perpetrado una escabechina. Convendría, en todo caso, que no olvidaran que en política no hay factura que no se pague ni espacio libre que no acabe ocupándose. Puede que la guerra civil haya acabado, pero queda el maquis: nunca ganó, pero fue experto en usar la dinamita.

LA SITUACIÓN DEL PSPV EN ALICANTE

Que veinte años es mucho

En 1991, Ángel Luna se convirtió en secretario general del PSOE de Alicante, en medio de una crisis, la generada por la salida de Antonio Fernández Valenzuela y el puñetazo que éste le propinó al que era todavía alcalde, José Luis Lassaletta, el mismo día de la asamblea, que entonces parecía un auténtico cataclismo para el socialismo local. Veinte años después, Luna se hizo cargo ayer de la presidencia de la gestora que deberá intentar recomponer un partido que, ahora sí, está completamente destrozado y tiene por delante digerir su enésima derrota, pero esta vez una derrota humillante por su enorme proporción, que ni siquiera el defecto Zapatero puede explicar en toda su dimensión. No es posible saber a qué viene Luna. Sólo desde el pago de algún tipo de deuda moral con su partido puede entenderse que haya aceptado tamaño marrón. La reunión que ayer celebró la agrupación local socialista es un resumen perfecto de la situación del partido, completamente ajeno a la realidad e inmerso en sus propias mezquindades. La portavoz, Elena Martín, que se largó antes de que hablaran todos los que habían pedido la palabra, optó por echarle la culpa al maestro armero, antes que asumir la montaña de errores que, desde que fue candidata, ha ido acumulando. De más de un millar de teóricos afiliados, no asistieron ni un tercio. El «y tú más» fue el mensaje predominante en las intervenciones... No se adivina, con un partido tan roto y dividido como el que ayer se vio, qué puede hacer Luna que no sea disolver la agrupación y empezar de cero. Sería una travesía del desierto dura y complicada, pero al menos habría una hoja de ruta. Todo lo demás se ha demostrado, en el caso de Alicante, inútil y pernicioso. Pero la forma en que el hoy miembro de la Mesa de les Corts tuvo de evidenciar que viene porque a la fuerza ahorcan, pero que no es él el que va a poner ni el empuje ni la ambición, hacen presagiar otro fracaso que, de rebote, volverá a afectar a toda la organización en la provincia.