La tendencia educativa actual sostiene que la finalidad básica es la rentabilidad: aprender saberes que sean útiles y que propicien un beneficio económico en el futuro. La concesión de becas y proyectos de investigación cada vez se deciden más por su "impacto económico" en la sociedad. La grave coyuntura actual de la crisis -junto a los alarmantes recortes educativos anunciados- no ha hecho más que potenciar esta tendencia desde el punto de vista social y político. En primer lugar, el comprensible temor de las familias a que sus hijos queden fuera del mercado laboral o que no logren rentabilizar suficientemente la inversión efectuada (esfuerzo, tiempo, idiomas, etcétera). Pero también llama la atención el modo de legislar la educación en los últimos años, orientándola principalmente hacia competencias profesionales ampliamente demandadas por la sociedad. Prueba de ello es el llamado Plan Bolonia que recoge esta pedagogía utilitarista donde el mercado laboral -y no el conocimiento o la ciudadanía- se erige en criterio para fijar la oferta de titulaciones, pudiendo quedar fuera algunos grados universitarios (artes y humanidades, fundamentalmente) que no se ajustasen en el futuro a este criterio de rentabilidad económica.

Lo preocupante de este escenario descrito es, además, la progresiva expansión de este ideal pedagógico de rentabilidad a las enseñanzas no universitarias (infantil, primaria, secundaria). Frente a ello, la filósofa Martha Nussbaum en Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades (Katz, 2010), situando su análisis en el contexto anglosajón del sistema de enseñanza -que, no lo olvidemos, inspira el Plan Bolonia- ha cuestionado recientemente que la educación haya de fundarse únicamente en el crecimiento económico ya que éste no siempre garantiza una mayor calidad de vida. El abandono de las artes y las humanidades supone también un deterioro de la democracia al perder la ciudadanía parte de su capacidad crítica. Nussbaum trata de superar esa disyuntiva falaz según la cual deberíamos elegir entre utilidad o formación, proponiendo un triple horizonte educativo: trabajo, ciudadanía y sentido de la vida; junto a la educación para la rentabilidad debe existir también una educación para el desarrollo humano, es decir, combinando criterios cuantitativos con otros más cualitativos.

Pero lo interesante de su propuesta no se reduce únicamente al qué enseñar, al reclamar, por ejemplo, una mayor presencia de contenidos curriculares de artes y humanidades en los diferentes niveles de enseñanza. El desafío que plantea tiene mayor alcance pues afecta al cómo enseñar, sea en ciencias o humanidades. En primer lugar, deja claro lo que debe evitarse: una enseñanza basada en la acumulación de datos inconexos para que el alumnado después lo reproduzca en un examen a cuyo término poco o nada quedará comprendido y asimilado. Nadie está a salvo de esa corriente instrumentalizadora del saber (hace unos días, un alumno de bachillerato planteaba en un foro ciudadano, surgido del 15M, su decepción al considerar que ni siquiera la filosofía le había enseñado a pensar, únicamente había aprendido a reproducir sistemas de pensamiento ajenos). Este modelo educativo que ensalza la memoria de corto alcance y planifica la amnesia futura, nos urge a plantear otras estrategias didácticas que potencien la iniciativa propia, la creatividad o el trabajo en grupo. Para ello Nussbaum hace un recorrido histórico buscando claves en la tradición pedagógica occidental que se inicia en el método socrático y que continúa con Rousseau, Pestalozzi, Frobel, Bronson Alcott y Dewey, sin olvidar el pensamiento del poeta indio Rabindranath Tagore.

Nusbaumm considera, siguiendo a Bronson Alcott, que la educación es el camino desde el sujeto al mundo: nos enseña a distanciarnos de nosotros mismos, aprendiendo primero a desear el conocimiento del mundo y de los otros para después reflejarlo en el interior de la persona. A lo que añadiría un último paso: volver al mundo no sólo para dominarlo y adaptarnos a sus exigencias económicas, también para no renunciar a su transformación.