Muy temprano, un hombre sale a la calle para ver el mar y comprar el periódico. Acaba de comenzar la primavera y viene bien la amanecida, después de una noche de abundante lluvia. El hombre pasa unos días en un pueblecito de la costa levantina. Su nueva situación de jubilado lo permite y así evita la aglomeración, y el agobio del verano. Dará una vuelta y se sentará a leer en un banco, mientras las olas rompen en la orilla.

En el periódico de la provincia quiere saber qué ocurre en el mundo y más en su entorno próximo, pues el primero varía poco pero puede encontrar algún acto al que poder acudir ese día.

Su nueva situación laboral le permite ahora leer, asistir a conferencias, visitar museos, ir a inauguraciones de cualquier tipo y comunicarse con los amigos, como nunca había hecho. Se ha inscrito en un taller de manualidades y ha descubierto la vena creativa que ignoraba poseer. Se siente rejuvenecido. Los casi dos años, que lleva jubilado, es tiempo que parece haber restado a la edad que cumplió cuando comenzó la nueva experiencia. Dice que el tiempo ha adquirido la dimensión de espacio, siente que ha mejorado su salud y nota una mayor disposición para todo.

Lleva caminado un buen trecho y pese a ser tan temprano, no encuentra un banco vacío. En uno hay una mujer sola. La mira. Ella, que lo ha visto, le sonríe con gracia y eso le anima: se acerca a ella.

-¿Le importa?- pregunta, y moviendo la cabeza, como dándole permiso, consiente ella en que él ocupe el banco.

-La mañana es agradable-, dice él después de sentarse -¿no le parece?-, y ella hace un gesto afirmativo. Él, resuelto, se acerca mirándola a los ojos. Ella le devuelve la mirada. Así pasan unos segundos. Se oyen las olas y a una pareja, ajena a todo, que ríe y se acaricia cerca de la orilla.

Movido por un impulso inesperado, decidido como el sol que comienza a calentar, toma las manos de ella y le pregunta si le importa. Moviendo otra vez la cabeza ella le da a entender que no. Entonces él mira a su alrededor, ve que nadie está pendiente de ellos y la besa.

-¿Te ha gustado?- pregunta. Y Ella, con la cabeza otra vez, le hace comprender que sí. Confiado, posa él una mano en uno de sus muslos y sin dejar de mirarla le sonríe. Otra sonrisa, en los labios de la mujer, le infunde valor. La acaricia, sube la mano hasta el vértice donde se junta con el otro muslo y la hunde allí.

-¿Te gusta?-, le pregunta de nuevo y ella otra vez con un gesto, responde que sí. Fundidos en un abrazo, que él nunca hubiera sospechado, casi no se da cuenta de que un hombre, de pié frente a ellos, carraspea con indignación.

Nuestro héroe, descubierto y achicado, comprende la embarazosa situación. Le pregunta a ella si lo conoce y ésta le da a entender que sí con la mirada que desvía hacia el suelo, hablando por primera vez: Es mi marido.

Disculpe -dice él, al recién llegado-, ahora sólo se me ocurre darle una satisfacción. Echa mano a un bolsillo pero no encuentra la cartera y sorprendido, se dirige a ella que por respuesta le devuelve una mirada desafiante. Con los ojos de ambos clavados en su ser, se levanta y se aleja sin volver la vista atrás.

La escritora María Dueñas en la novela de éxito, El tiempo entre costuras, le hace decir al personaje principal Sira Quiroga, en uno de los capítulos: Las mujeres distinguimos perfectamente cuándo un hombre nos mira con interés y cuándo, sin embargo, lo hace como el que ve un mueble.

Como hombre nunca he sabido si una mujer me miraba con interés, pero echándole imaginación escribí lo que ustedes han leído, dos años después de jubilado, un día que en el paseo marítimo de Santa Pola creí que la bella sonrisa, de una atractiva mujer, me invitaba insinuante a sentarme en el banco donde estaba sola.

Queda para el recuerdo y sin revelar hora qué ocurrió, porque es el lector quien ha de poner fin a un texto y poco importa ya la opinión ajena. Lo importante es que de un modo u otro, somos los únicos responsables de nuestros actos y siempre pagamos por ellos.