Estamos indignados. Es cierto. Hay que tener el estómago muy lleno y la mente muy sesgada para no sentir en mayor o menor medida cierta indignación. Porque los bancos saquean las arcas públicas y las domésticas, porque las grandes empresas y multis reparten miseria para sus trabajadores y dividendos para sus socios, porque la gran política aparcó los ideales y baila como comparsa de instituciones piramidales con ánimo de lucro, porque entre todos arruinamos nuestro planeta, porque mientras percibimos que el barco se hunde los oficiales son los únicos con pinta de salvarse, porque, en definitiva y sobre todo, resulta que a pesar de la estabilidad y el desarrollo tecnológico del primer mundo la mayoría vive cada vez peor y no se observan posibilidades de cambio a mejor ni a medio ni a largo plazo.

El discurso del cambio está dominado de forma arrasadora por ese grupo sistémico de medios, grupos de presión e intoxicadores profesionales que rema alevosamente en la dirección adecuada para que todo siga igual. El famoso aforismo nunca fue tan verdadero como en este momento.

Cómo es posible que tanta gente haya asistido durante tanto tiempo de forma pasiva a este proceso es algo tan largo y complejo que lo dejo para otra ocasión, pero no puedo dejar de hacer un apunte de llamada a la autocrítica: dejadez, pereza, distracción, individualismo, egoísmo y autoengaño son términos que deben tocarnos a casi todos más o menos de lleno. Las voces más críticas con los sindicatos suelen provenir de los que no pagan cuota o no recuerdan cuándo asistieron a una reunión, los fieros anti-política no acudirían ni a una reunión de vecinos de escaleraÉ y así. Pero miremos al futuro, que es lo que urge, aunque no terminemos de entender nuestro pasado más reciente.

Resulta que estamos indignados. Y la indignación es un estado anímico, a caballo entre la emoción y el sentimiento, una fuerza sincera y potente, pero discontinua y heterogénea, diversa y conflictiva, estimulante y hasta creativa, es todo esto y mucho más, pero no es una idea ni un ejercicio de coherencia.

Por eso, es fácil caer en contradicciones que pueden mermar el potencial de la revuelta a las primeras de cambio. La que me parece más urgente tratar y a la que me voy a limitar aquí se refiere a la confusión del propio papel y que conlleva un grave error a la hora de definir al contrario.

Este movimiento no es un partido, no juega en ese terreno aunque afronte problemas similares, y no puede aspirar a sustituir la acción de los protagonistas de las elecciones. Los partidos políticos -como los sindicatos- son necesarios para la democracia orgánica y representativa y, lo hagan mejor o peor, se trata de organizaciones estables y poderosas imprescindibles como contrapoder -más o menos sumiso- al mercado que de otra forma ocuparía todos los puestos de poder y de gestión de lo público y lo privado.

Democracia real debería a mi entender autopercibirse como un nuevo grupo de opinión y de presión, como un lobby del siglo XXI que haga saber a los profesionales de las finanzas, de la política y de todos los niveles del poder, incluyendo las fuerzas armadas, las empresas y los legisladores y tribunales tanto nacionales como internacionales, que hay un buen número de ciudadanos que no están dispuestos a soportar las gravísimas barbaridades a que nos viene acostumbrando -hasta ahora- "el sistema". Por ejemplo, los saqueos de las arcas públicas a manos de la banca, las misiones militares internacionales arbitrarias e interesadas, la precariedad laboral y el paro, los privilegios de los más ricos, los mejor situados y algunos políticos, la destrucción del planetaÉy muchas otras que deberán conformar ese resultado tan esperanzador del espíritu de las acampadas. Al amparo de las nuevas tecnologías y con la energía novedosa que se ve brotar en el seno de los indignados podemos estar asistiendo al nacimiento de una estimulante y necesaria nueva dimensión de la acción sociopolítica.