Una mayoría significativa de españoles ha decidido darle una patada al presidente Rodríguez Zapatero en las nalgas de los candidatos socialistas a las administraciones autonómicas y locales. Por injusto que pueda parecer ese correctivo en carne ajena, una participación electoral altísima, tan inesperada como digna de aplauso, pone en su lugar justo el sentido de muchos votos. En vez de optar por abstenerse, numerosos votantes socialistas han acudido a las urnas, tal y como imploraba el Gobierno. Pero para depositar su papeleta a favor de otros partidos entre los que se incluye, de manera notable, el Popular. Ese transvase, muy común en países con madurez democrática superior a la nuestra, sorprende y debería hacer pensar en especial a los perdedores de las elecciones. Que la primera reacción de Rodríguez Zapatero haya sido la de anunciar que no cambiará de estrategia política sólo pone de manifiesto que no se entera de nada, cosa que, a raíz de su negación de la crisis económica, se sabía de antemano.

Ni qué decir tiene que el castigo generalizado cobra dimensiones particulares en cada localidad. De ahí que los matices sean tan necesarios y las variables tan numerosas como para que el análisis deba descender hasta los detalles que distinguen cada caso. Pero que sea el país en su conjunto el que ha vivido la avalancha de una victoria histórica del Partido Popular indica hasta qué punto es una causa generalizada, más allá de lo que han hecho los gobiernos y parlamentos autonómicos, los concejales y los alcaldes, la principal culpable del vuelco brutal. Plazas que habían estado siempre, a lo largo de los años de democracia, en manos de los socialistas cambian ahora de signo. Si no estuviese más que amortizado ya, el presidente Rodríguez Zapatero debería hacérselo mirar.

Pero la condición local se recupera a la hora de gestionar esa avalancha de votos. Es más que obvio el que, durante esta legislatura autonómica y municipal, el Partido Popular será sometido a prueba y evaluado no en claves generales sino de acuerdo con lo que sea capaz de hacer al administrar el poder inmenso que ha recibido. Serán las promesas realizadas en campaña las que se sometan a juicio a lo largo de cuatro años en los que la mayoría absoluta elimina toda excusa. El PP no tendrá que someterse a pacto alguno, ni dependerá de las bisagras. Eso quiere decir que tendrá las manos libres para llevar a cabo la política que desee pero, al mismo tiempo, que sus electores -muchos de ellos de prestado- le echarán en cara cualquier desengaño sin red alguna que pueda servir de coartada. Se inaugura, pues, un periodo político insólito que va a permitir poner a prueba numerosas claves respecto del funcionamiento del Estado de derecho a nivel autonómico y local. Por el bien de todos, ojalá que los nuevos votantes populares no se vean decepcionados.