Patxi López, uno de los escasos barones que le quedan al PSOE tras la debacle del 22M, pidió ayer la convocatoria inmediata de un congreso extraordinario de su partido. López no es sólo el primer lehendakari no nacionalista que ha gobernado el País Vasco, sino que es un hombre que ha demostrado un temple y un sentido común que nadie que no ejerza una función de tan alto riesgo, en la acepción más literal del término, como lo es la práctica política en Euskadi, puede valorar en su justa medida. No es, pues, ni un oportunista ni un frívolo. Luego haría bien el PSOE en reflexionar sobre su llamamiento.

Si en algo están de acuerdo los analistas de cualquier bandería es en que la actuación del presidente Zapatero desde que estalló la crisis ha sido una deriva en la que cada decisión ha estado siempre condicionada por la anterior, y todas han constituido un error porque han partido del pecado original de minusvalorar desde el inicio la situación a la que se enfrentaba y no dejarse aconsejar jamás por nadie. Lo escribía ayer mismo en un periódico el exministro Jordi Sevilla, uno de los damnificados por las sucesivas purgas que el de León ha ido perpetrando entre quienes más le apoyaron para llegar, primero, a la cúspide de su partido y, luego, a la presidencia del Gobierno; gentes como el mismo Sevilla, Jesús Caldera, Juan Fernando López Aguilar o Álvaro Cuesta, por citar unos cuantos de los que, al cabo de siete años, no se tiene noticia o se tiene sólo por lo que dicen en los medios de comunicación, no en el Consejo de Ministros o en el comité federal socialista.

El todavía líder del PSOE acabó por convencerse a principios de marzo, demasiado tarde para muchos, de que el problema era él y de que debía quitarse de en medio si quería paliar en algo el tremendo varapalo que se les venía encima a los socialistas en las elecciones municipales y autonómicas convocadas para el 22 de mayo. Que fuera justo o injusto es lo de menos, y más en política: era, parafraseando al difunto Vázquez Montalbán, simplemente una verdad objetiva.

Pero el anuncio de que no optaría a la reelección como presidente del Gobierno no sirvió para aminorar el tsunami que finalmente ha arrollado en las urnas al PSOE, entre otras razones porque, tras él, la línea seguida por el jefe del Ejecutivo y por su equipo en la Moncloa ha sido justo la contraria de la que la situación aconsejaba y su declaración hacía pensar: en lugar de quedarse al margen para intentar que, en lo que fuera factible, la campaña municipal y autonómica quedara en manos de los candidatos locales y regionales, Zapatero se involucró en ella dándole a Rajoy la excusa perfecta para convertir unos comicios de alcance limitado en un auténtico referéndum sobre la continuidad del Gobierno. Quizá otra cosa era imposible, pero lo cierto es que ZP y sus asesores no hicieron en los últimos días más que seguir la estrategia fijada por Rajoy y los suyos.

La respuesta de Zapatero, ahora, al desastre electoral del pasado domingo es tributaria del mismo pecado: el de la improvisación y la acumulación, sobre una equivocación, de otra peor. Tuvo el gesto de comparecer en la madrugada del lunes para reconocer los malos resultados de su partido, esgrimiendo su condición de secretario general del PSOE. Pero descartó tanto el anticipo de elecciones, facultad que tiene como presidente, como la convocatoria de un congreso, lo que podría hacer como máximo dirigente socialista, o su propia dimisión de ninguno de ambos cargos. Por el contrario, puso en marcha de facto el proceso de primarias.

Muchos socialistas, entre ellos algunos de los que refundaron el PSOE en Suresnes, piensan que algo así puede darle el golpe de gracia a un partido en sus peores momentos desde la recuperación de la democracia en nuestro país. La cuestión no es ya si hay un candidato o dos, por trascendental que sea para los socialistas que en estos momentos los ciudadanos no les contemplen, encima, como gente preocupada sólo por sus luchas internas de poder. El problema de fondo es lo que vendrá luego. El PSOE sólo ha celebrado primarias para elegir candidato a la Presidencia del Gobierno cuando estaba en la oposición, y con resultados muy dispares: desde la patética imagen que dejó la bicefalia Almunia-Borrell, hasta la exitosa operación que llevó al mismísimo Zapatero al poder. ¿Pero cómo se articula eso cuando se está gobernando? Zapatero ha dicho que no será candidato, pero no ha desvelado cuándo piensa dejar la secretaría general del partido. ¿Qué es lo que viene? ¿Un presidente del Gobierno, líder de la organización, conviviendo con un candidato a la Presidencia, que no tiene en su mano los resortes del partido ni puede enfrentarse como primer espada en el Parlamento al todavía jefe de la oposición? ¿Es ése el próximo lío que nos va a presentar el Ejecutivo a unos ciudadanos preocupados porque se les gobierne y se les gobierne bien, y no por las cuitas de ninguna formación política, por importante que ésta sea?

Es cierto que una situación en apariencia similar ya se dio en el pasado. En septiembre de 2003, Aznar, que había confirmado meses antes su promesa de no presentarse a la reelección tras dos mandatos, proclamó a dedo a Mariano Rajoy como su sucesor. Pero para salvar precisamente todas las contradicciones antes descritas, en ese mismo momento el hoy líder del PP dejó sus cargos en el Gobierno y pasó a ocupar la secretaría general de su partido, desde la que se dedicó a preparar una campaña que a la postre le desterró a la oposición, en unas elecciones marcadas por la masacre terrorista del 11M.

Zapatero lleva demasiado tiempo perdido en un laberinto del que no encuentra salida. Y no pocos veteranos del PSOE piensan que, una vez más, ha escogido el camino equivocado. Si hay primarias, sea el candidato Rubalcaba o lo sea Chacón, ¿cuál va a ser el siguiente paso? ¿Remodelar el Gobierno? ¿Y eso no lo tendría que haber hecho, en todo caso, a la vista de los resultados cosechados el pasado domingo, y no por una cuestión "de partido"? ¿O pretende mantener al que resulte elegido en el Consejo de Ministros y, por tanto, a su sombra, pese a haberse comprobado ya lo perniciosa que en términos electorales resulta? Quienes se oponen a la convocatoria de un congreso sostienen que el partido, postrado como está después de haber perdido casi todo el poder autonómico y municipal, no soportaría una prueba como esa. Quienes, como Patxi López, defienden un congreso extraordinario creen que, en situaciones excepcionales, sólo las soluciones radicales tienen sentido. A estas alturas, el PSOE no precisa sólo un candidato: lo que necesita es dejar de ser un problema. Y eso no lo consiguen unas primarias, incluso si de lo que se trata es de tener a alguien designado cuanto antes por si finalmente hay que anticipar las elecciones, sino un congreso que rectifique errores y fije un nuevo rumbo. Porque los electores, en todo caso, lo que pidieron el domingo fue un cambio de política, fuera a la derecha o a la izquierda, que es algo mucho más serio que relevar al timonel.