A ntes iban de la mano. Hubo tiempos, aquellos ya muy lejanos de "lo de Suresnes" en que hablar de socialismo era lo mismo que hablar de algo que, con diferentes matices ideológicos y de praxis política, se aproximaba a las tesis y las aspiraciones de los que soñaban con un comunismo que iba perdiendo fuerza a medida que se occidentalizaba.

Era un socialismo de puño en alto (el izquierdo, claro) y de Internacional a voz en grito. De sueños de igualdades y de justicia social. De consignas del viejo profesor (aquel Tierno que dijo: más libros, más libres) y de renuncias a concesiones inconfesables. Era un socialismo que se ha ido descafeinando con el paso del tiempo. Que se ha ido haciendo cómodo, burgués y capitalista. Que se ha puesto a los pies de la banca. Que ha parido algún que otro sinvergüenza que desacreditaba los cien años de honradez y que ha terminado en la cárcel, como debe ser.

Ahora el socialismo ha expulsado de su seno y de su ideología a los rojos que lo habitaban y que ahora vagan sin saber muy bien dónde ubicarse porque los diferentes partidos de la izquierda ofrecen la visión de una serie de lagunas muy semejantes a las del partido oficial de los socialistas.

Son momentos de confusión en los que un gobierno socialista se ve obligado, por la fuerza de la tiranía ejercida por una economía dominada por el capital y los mercados a lo largo de todo el mundo, a adoptar decisiones económicas y sociales propias de la derecha retrocediendo en algunos de los grandes progresos sociales que había conseguido y obligando a que miles, y no sé si millones, de ciudadanos acampen en las plazas públicas declarando el hastío que sienten hacia la "clase política". Hacia toda. Hacía la derecha que sólo se afana por conseguir sus propios beneficios y el enriquecimiento, a marchas forzadas, de un capital que no tiene escrúpulos en hacer caer la economía mundial con jugadas absolutamente inconfesables e incomprensibles para la gran masa de la humanidad y hacia la izquierda que tiene miedo a romper con una estructura dominada por el capital y con una confesionalidad religiosa que sigue imponiendo sus dogmas con el beneplácito, cuando no la complicidad descarada, de sus propios dirigentes. Una izquierda incapaz de imponer sus ideales a esos "mercados", eufemismo con el que se intenta disimular al capitalismo puro y duro.

Por eso las gentes, muchas gentes, una masa de lo más variado, de las más distintas procedencias sociales y políticas, de las ideologías más diversas, se han instalado en la calle, en las plazas y exigen cambios fundamentales. No un cambio de gobierno como clama el Partido Popular para arrimar el ascua a su sardina, sino cambios en manera de gobernar, en la forma de apuntar hacia un porvenir en el que la esperanza reconquiste el lugar que ha ocupado la desesperación de quienes se encuentran en situaciones de fracaso personal, familiar y político ayunos de perspectivas teñidas del más mínimo optimismo.

Y una de las cosas que primero reclaman es una ley electoral que permita mejorar el sistema por el que el pueblo sea el que realmente consiga aupar representantes de su elección a los puestos de mando. Una norma que acabe con la injusticia de una Ley d'Hont que prima a los grandes partidos imposibilitando, casi absolutamente, la presencia de los pequeños en las mesas de decisiones a todos los niveles. Una ley que permita una financiación transparente de los partidos, al estilo de la de lobbys estadounidense, para impedir el chanchullo permanente de las grandes empresas financiando opacamente elecciones a cambio de contratos multimillonarios. Una ley que regule los sueldos y prebendas de los políticos impidiendo los regalos incontrolados y las comisiones fraudulentas. Una ley, en fin, que, mediante listas abiertas, permita a los ciudadanos poner la responsabilidad en manos de los que consideren más aptos para ostentarla y que, al hacer a cada candidato o elegido dueño de sus propios votos, cercenaría de raíz una buena parte del cáncer del transfuguismo ya que no sería la exigencia del partido o el capricho de sus dirigentes el que tendría que responder de la actitud del elegido sino los propios electores que podrían retirar su confianza a quien la traicione.

Y piden, y con ellos muchos de los que ocupamos nuestro asiento de meros espectadores, que la salud, la educación y la cultura sean los pilares fundamentales de un bienestar para todos que se aleje de las privatizaciones salvajes, de la escolarización en barracones y de la escasa ilusión de futuro de los titulados a cualquier nivel.

Eso y mucho más es lo que se está viendo en muchas de las plazas españolas con las concentraciones de ciudadanos que airean su desesperación y exigen soluciones, cambios y respuestas a sus legítimas peticiones de justicia y respeto.

Y quieren que muchos de los rojos, que ahora vagan errantes por sendas de la nostalgia, recuperen su confianza en unas consignas realmente socialistas y socializantes que limpien de advenedizos blandengues las perspectivas de futuro.

Las claras consignas de los desesperados que nos representan y que claman: "muy poco pan para tanto chorizo" o "pienso luego molesto" refrescan el aire de una política necesitada de purificación y que se ha visto castigada en las urnas.