Les confieso que nunca deja de asombrarme el martirio de San Lorenzo. Tanto que, al escuchar la coplilla, a menudo se me desbordan las lágrimas. Vean si no: "San Lorenzo en la parrilla, suplicaba con mucho brío, dadme la vuelta cabrones, que tengo los huevos fríos".

La ejecución, para aumentar la crueldad, se celebró un diez de agosto, en plena canícula romana, con lo cual el sufrimiento era, por demorado, indescriptible.

No sabemos la causa por la que el santo obispo, emigrado desde Huesca a la capital del Imperio para convertir a los paganos, se empecinaba en seguir chamuscándose lentamente en la parrilla. ¿Terquedad? ¿Inmolación llevada al extremo para, acaso, purificar sus pecados? ¿Expiación para redimir a media humanidad, por lo menos?

Si la palma del martirio ya se daba por alcanzada, ¿por qué seguir con semejante dolor, desafiando, además, a sus torturadores? Estos, claro, con deleite sádico y dudando que estuviese en sus cabales, accedían a sus imprecaciones con sumo gusto. Y le infligían mayor padecimiento: no es que le dieran ciento, sino un millar de vueltas.

Hubieran bastado dos o tres, por no contrariarlo. Pero claro, todo un día cantándoles la copla con la misma contumacia que celo, provocaba la hilaridad y el regodeo de los "dioclecianos". Igualmente, con el paso del tiempo, el cabreo del público que asistía al asado, aumentaba ante tan necia inmolación. Primero, porque el hedor llegaba a hacerse insoportable. Segundo, porque lo tedioso empieza por desalentar y termina por enojar. Y tercero, porque inmolarse también tiene sus grados, y pasarse de vueltas te aleja de la condición de héroe hasta convertirte en villano.

La única duda que albergo es la de si el santo que se emperra en una inmolación inacabable es el señor Zapatero, o, de no mediar cuanto antes un congreso extraordinario, el mártir será el propio Partido Socialista en bloque.

Un dato más a agregar a la alegoría: San Lorenzo era hijo de San Orencio y de Santa Paciencia. Dato a tener en cuenta.