Ayer domingo las urnas dictaron, como era previsible, su veredicto. Descubriremos probablemente algunos datos controvertidos y opinables, y otros tal vez inesperados aquí o allá, todo ello en el marco del guión establecido. Pero un malestar profundo subyace al funcionamiento de las instituciones y se retroalimenta y difunde entre amplias capas sociales sin que el resultado de las elecciones lo vaya a apaciguar. Si bien hemos ejercido nuestro derecho a votar o a no votar, existe la conciencia de que, en esta ocasión, no tendrá el efecto profiláctico esperable.

Las fuentes del malestar de la ciudadanía son bien conocidas: en su origen hay una estafa financiera sin precedentes cuyas víctimas son millones y millones de personas, conforme a la fórmula perversa de que los beneficios se privatizan y las pérdidas se socializan. A medida que se van conociendo los detalles de la gigantesca operación de fraude masivo y se desvela el papel de las instituciones, personas y organismos -aparentemente fiables- que fueron cómplices y consentidores de la operación, la indignación de la ciudadanía crece en la misma medida que su desaliento ante un futuro tenebroso. Mientras los responsables del fraude, una vez rescatados con dinero de todos, se reparten cantidades obscenas y exigen nuevos sacrificios y recortes, en actitud amenazadora, los vínculos sociales se rompen y se resquebraja el modo de vida, no ya de la clase trabajadora, sino de amplios sectores de la clase media.

La gente, desprevenida ante la impudicia de los responsables y de los efectos destructivos de la crisis, está asistiendo estupefacta a la respuesta kafkiana de unos Estados que se han puesto de rodillas ante el gran capital, rescatándolo primero y allanando después el camino para que continúen engrosando su tasa de ganancia. El resultado es que a una democracia de baja calidad se ha sumado la evidencia de que las instituciones democráticas han actuado con desprecio al sentir de la gente. Como en alguna ocasión he escrito en estas páginas, la democracia (es decir, el ídeal de democracia) es la gran perdedora en este envite y eso incluye, claro está, a los partidos políticos convencionales y al diseño mismo de las instituciones.

No debe extrañar entonces que el malestar se haya trasladado a la calle. Desde hace un año, ha habido explosiones de descontento en varios países europeos, desde Grecia a Inglaterra, y no parece que vayan a remitir. Ahora, en vísperas de la cita electoral, la protesta se ha instalado en España, cogiendo desprevenida a una clase política que continúa encerrada en los aparatos de los partidos políticos turnantes.

En estos pocos días hemos visto y leído la disección del movimiento 15-M y de la plataforma Democracia Real Ya, por parte de un nutrido grupo de sociólogos y analistas, cuyas opiniones amplifican, así como las propias manifestaciones, ávidos medios de comunicación. No añadiré nada nuevo a este respecto. Me parece, simplemente, que éstas son expresiones de descontento bienvenidas porque ponen el foco en las carencias de un sistema democrático que arrastra muchas debilidades desde los tiempos de la transición, y que ha sido incapaz de cerrar la brecha abierta entre los partidos políticos y la ciudadanía, sino que, antes bien, se han ampliado.

Por la índole de sus planteamientos -relativos al cambio del sistema electoral, a la configuración de la justicia, a la lucha contra el desempleo, contra la corrupción, entre otras- se podría decir que son aspiraciones por ahora adscritas al malestar que emana de sectores de la clase media que ven peligrar a toda velocidad sus oportunidades de futuro. Por otra parte, dentro de la heterogeneidad del movimiento, destaca la actitud pacífica, dialogante y espontánea, así como un sentido organizativo eficiente y responsable, lo que apunta a formas prometedoras de acción política. No son, desde luego, como ellos se encargan de reafirmar, grupos antisistema, sino extra-sistema, porque los cauces de participación que desearían tener están cegados.

Esta llamada de atención a los partidos hoy existentes no debe echarse en saco roto. Los tiempos que se avecinan no van a ser precisamente un camino de rosas y la protesta y el conflicto social, larvados en la crisis, va a extenderse sin ninguna duda. El problema es cómo encauzarlos si los partidos tradicionales siguen en su actitud estatuaria. Todo ello en el bien entendido de que cada una de esas propuestas que hoy se debaten, por muy moderadas que sean -y de hecho lo son por ahora- desembocarán en un reforma del esquema constitucional español (y europeo), una reforma pendiente durante muchos años, pero que se presenta a ojos vista como inevitable.