TOSTADOR DE CAFÉ. Hubo un tiempo donde el hombre gustó de conocer el proceso del cual surgían sus alimentos. Motivo que provocó la aparición en Elche de un extraño oficio: el "tostador de café". ¡Cuánto nos turbó su gallarda osadía! Porque se instaló en plena calle convertido en atracción popular. Con su bola metálica, rellena de granos crudos de café y ante el fuego encendido, se sentaba en una silla en la propia acera, girando y girando el bombo como un autómata. ¡Era un espectáculo de brujería! Allí esperaba hasta convencerse del buen tueste, abriendo al fin su mágica esfera. Y de súbito, se llenaba el ambiente de un provocador olor a café. Vapor que nos transportaba a lejanos países, vencidos en éxtasis inmóvil. Hasta que otro impulso activo nos conducía al establecimiento adjunto. Y allí, en cajones adecuados, podíamos reconocer las especialidades de los mejores granos verdes de café: puertorrico, brasil, moka, caracolilloÉ Sólo faltaba elegir la mezcla idónea -y en ello intervenía el expendedor que nos aconsejaba- para que pudiéramos llevar al tostador nuestro lote personal. Y ahora va de añoranza. He deseado recrear en mi imaginación, aunque fuera de soslayo, aquel bombo ardiendo. Lo persigo como meteorito de luz sobrenatural que nos anuncia en llamas su pronta desaparición. Y así sucedió. El oficio de tostador de café con toda su parafernalia, se esfumó de la noche a la mañana. Y me dice mi voz de niño, ¿acaso voló desde la calle, con su bola encendida, hacia el país de un lucero habitado?

URDIDOR. Debo revelar que yo viví en el Llano de Elche, sitio de fábricas de alpargatas donde me tropezaba en la calle -buscando el frescor de la sombra- con la planta gallarda del urdidor. La primera impresión que uno se llevaba era la del jinete apresurado, montando su pequeño caballo de madera. Porque el banquillo del urdidor mostraba un inclinado tablero semejante a la cabeza del animal y a un hombre diestro que se sentaba sobre el cuerpo de un tablón, a montacaballo. ¿Y qué faena realizaba el urdidor? Preparaba con trencilla de yute las suelas de la alpargata. ¿Y era costoso su trabajo? Muchísimo. Exigía una artesanía de suprema perfección. Comenzaba urdiendo la trenza, o sea formando con ella un aro, apoyándose en una estaquilla sobresaliente del tablero; y así, de este modo conseguía lo que iba a ser la medida de la suela. Después, montaba sobre el aro, cordadas concéntricas que iba contando hasta lograr un cuerpo parecido a una ensaimada. Y ahora venía lo difícil. Consistía en coser dicha torta al través, ayudado de un almarada -léase una aguja fácil de enhebrar- que le permitía dar contorno a la suela formando talón y puntera. Sí ya sé -y lo vi con mis propios ojos- que más tarde apareció la máquina capaz de coser las susodichas cordadas de yute, puestas en un troquel donde se perfilaba la forma de la planta. Mas yo no olvido aquellos artesanos urdidores que dieron vida a las fábricas ilicitanas. Es más: cuando desaparecieron sus quintaesenciadas suelas, la fe en la alpargata no fue la misma. Sólo la vuelta de la alpargata artesanal nos trajo su recuerdo. Es bien cierto. ¡La industria de la alpargata en Elche vivió de la vitalidad del urdidor!