Hoy es jornada electoral, por lo que la legalidad y la prudencia me obligan a medir muy bien mis palabras, o sea, a no hablar de cosas de las que me gustaría hablar en este último suspiro de las emociones y de las razones antes de acudir a las urnas. Yo acudiré a las urnas, faltaría más, y, además, llevaré conmigo a mi hijo por vez primera, para que, de esa manera incierta y misteriosa que tienen los niños muy pequeños, vaya aprehendiendo lo que es importante. Y, sin embargo, no repetiré aquí lo de "la fiesta de la democracia", esa bella expresión que, como tantas otras, va desgastándose con su uso y abuso. Porque esta vez, reconozcámoslo, no estamos para muchas fiestas. La democracia es la fórmula política que mejor garantiza la realización de la dignidad humana y en el acto del voto se verifica la libertad y la igualdad esenciales. Y, sin embargo, ya lo vemos, estamos rodeados de indignados y de indignos. Pero la democracia es, a la vez, el sistema que mejor asegura la cohesión social al hacernos a todos copartícipes de las decisiones legítimas. Y, sin embargo, la crisis y la manera dominante de enfrentarse a ella están debilitando, como nunca antes, esa cohesión: a las anteriores expectativas de crecimiento personal y colectivo se le oponen ahora la incertidumbre o la impotencia, gestadas en la ignorancia sobre quién, de verdad, adopta las decisiones claves que nos afectan; ¿podremos extrañarnos de que muchos relativicen el valor mismo de la democracia o de las formas concretas que ha adoptado en nuestra cultura política?

Todas estas reflexiones han de tener, necesariamente, una prolongación en las que se efectúen sobre qué pasará a partir de mañana, cuando haya renovadas mayorías y sepamos quién va a gobernar Comunidades y Ayuntamientos. La curiosidad nos incita a pensar en "quién", pero la atmósfera política alienta poco la reflexión sobre el "cómo". Enfrascados demasiados en el triste -e ilusorio- convencimiento de que "todos son iguales", las promesas mismas de muchos candidatos y candidatas no pasan de ser vividas como suaves caricias que a nada comprometen, porque, seguramente, no abordan las "metacuestiones" que son más importantes que las concretas propuestas programáticas. Me refiero a cosas tales como las fórmulas para que la "recuperación económica" incorpore justicia social; los mecanismos concretos para evitar que la desafección misma de la política siga creciendo; las dinámicas de funcionamiento partidario que eviten las corruptelas -y no sólo la "gran corrupción", la susceptible de ser constitutiva de delito-; los modos de actuar que impidan que muchos electos se despidan de nosotros hasta dentro de cuatro añosÉ Es en cuestiones como estas en las que apreciamos que la actual crisis de la política es, ante todo, una crisis de imaginación de unos políticos a menudo aislados en lógicas que les alejan de la calle. Soy, pues, bastante escéptico sobre lo que mañana comience a pasar en estos ámbitos.

Desde otro punto de vista -y sin hacer ahora proyecciones sobre posibles resultados- creo que, a la vez, tendremos la sensación de que mucho ha cambiado y que nada ha cambiado: los resultados deberían servir como válvula de escape de los gases acumulados en la caldera política, pero es difícil que eso ocurra con la perspectiva de unas Elecciones Generales bastante próximas. Así, la lectura de cada partido se encaminará directamente hacia donde más le interese respecto de la próxima cita y, más allá, condicionará sobremanera las primeras decisiones de las instituciones: de los resultados concretos dependerá que eso se haga enfriando los discursos o, al revés, metiendo más presión a la máquina. Y todo se complicará porque algunos pueden ser perfectamente incoherentes y hacer o decir una cosa aquí y justamente la contraria en el pueblo de al lado. El resultado último será esa mixtura de cambio real/cambio aparente que, me temo, nos seguirá manteniendo tan expectantes como crispados.

Pero el cuerpo social empieza a dar muestras de auténtica fatiga ante estos usos desmedidos y egoístas: las concentraciones del movimiento M-15 deben ser leídas así, con independencia de otros matices importantes. Y no serán las únicas expresiones de ese malestar tan difuso como penetrante. Si a esa marea invisible no se le permite aflorar para buscar remedios colectivos, el mismo sistema democrático se resentirá fuertemente en sus materiales, gane quien gane. Dicho de otra manera: o se combate radicalmente la corrupción política y se hace un discurso político y no técnico sobre la salida de la crisis, o nos veremos abocados, ahora, o después de las Generales, a tensiones muy peligrosas. Al fin y al cabo, en las Elecciones de hoy se ha pretendido, sobre todo por los grandes partidos, que los electores "castiguen". Y bien está que los electores, llevados de rencor o miedo al adversario, castiguen, pero apelar sólo al castigo significa renunciar a sembrar la esperanza. Los electores van a castigar hoy, seguro. Y en las próximas. ¿Pero qué harán si los que están o los que lleguen no cambian la dinámica actual, si se limitan a recombinar los agravios y devolverlos como reflejos de un espejo?

Yo, por si acaso, voy a ir a votar. Por mí y por los míos. Y no votaré para castigar, sino para premiar, pensando en que, pese a todo, tengo la inmensa suerte de vivir en un sitio en el que puedo votar. No lo olvidemos: la perfección no existe y el voto más útil es el que deja tranquila la conciencia.