Sin memoria no somos nada. Sin el relato de nuestra vida morimos antes de morir. Si perdemos el recuerdo perdemos el hilo que nos une a la vida junto a los nuestros y quedamos expuestos al olvido más atroz. Por eso llama tanto la atención en estos tiempos tan convulsos la desmemoria que nos rodea, tanta que ya no sabemos si es una enfermedad, un síntoma de algo más profundo o una forma de defensa ante tanta información y tanto desastre. ¿Quién se acuerda de Haití, del devastador terremoto que segó la vida de más de doscientas mil personas y llevó a la noche de los tiempos a uno de los países más pobres del mundo, si es que no estaba ya metido en ella? ¿Quién se acuerda de los millones de personas que, seguro, siguen padeciendo hoy, meses después, sus consecuencias? ¿Acaso no hemos olvidado ya el terremoto de Japón, sus miles de muertos y sus desastrosas consecuencias en la central nuclear de Fukhusima, el debate sobre los graves riesgos del uso de la energía nuclear que le siguió en todo el planeta? ¿No son estos dos hechos ya agujeros negros en nuestra conciencia y en nuestra memoria, tanto que casi los vemos como si nunca hubieran sucedido en verdad? Más cerca, apenas diez días del terremoto que mató a nueve personas y dejo malherida a la población murciana de Lorca, ¿qué nos queda de todo aquello pasadas las primeras horas del trágico suceso? ¿Qué espacio ocupa en nuestra conciencia la vida de las gentes que aún no han podido volver a sus casas y que tardarán meses en poder hacerlo? Apenas nada. En estos días tan convulsos, con miles de jóvenes (algunos no tanto) ocupando las plazas públicas de nuestro país reclamando su derecho a soñar un mundo mejor, en estos días en los que pareciera que todo lo demás no existiese, hasta el punto de que han sepultado bajo sus eslóganes el tramo final de la campaña electoral del 22-M, cabe preguntarse: ¿cuánto tardaremos en olvidarnos de todo ello? ¿cuánto en pensar que el movimiento del 15-M fue sólo fue otro sueño arrinconado en nuestra desmemoria?