Hace unos meses, Francisco Camps declaró tan humilde como inexactamente que era el candidato más respaldado de la historia de las democracias occidentales. No era cierto: Hitler logró un porcentaje superior de votos y tengo entendido que aquello terminó mal para Alemania. Pero fuera de comparaciones imposibles y de cierta autocomplacencia bizarra, la frase expresaba con crudeza la coartada reglamentaria del político: los únicos jueces son los electores. En España, esto todavía es posible gracias a que los verdaderos jueces se han incorporado, voluntaria o forzadamente, al juego de intrigas y sus decisiones son tan predecibles como el rancho cuartelero. En ese sentido, Camps llevaba razón: puede convertirse en el único presidente reelegido por aclamación y condenado por aceptar regalos de un grupo de cantamañanas engominados. Pero una leve condena por un delito aún más leve se diluye en el clamor de las urnas y ustedes disculpen si el presidente me ha contagiado la grandilocuencia.

Ha sido una huida hacia delante ejecutada con nocturnidad y golpes de efecto intermitentes que desconcertaban en Madrid. Ingenuamente, allí pensaban que Camps renunciaría a presentarse o, en el peor de los casos, que al menos purificaría las listas de adherencias sumariales. Quia: están todos. Puedo imaginar la reacción de Cospedal y Rajoy cuando recibieron las listas del PP valenciano: ella bizqueó y él elevó la barbilla, todo un tic colérico en el caso de Rajoy. No hablamos de presunción de inocencia, juicios paralelos o emboscadas policiales: la mera sospecha paga peaje electoral. Afortunadamente para el PP, al otro lado de la colina reina el caos y el PSPV sería incapaz de ganar las elecciones aunque el candidato del PP fuera Strauss-Kahn. Camps lo sabe y ha jugado con esas cartas marcadas. Hace unos días estuvo en Elche con Rajoy y me sorprendió su estampa casi mística, como si "El Bigotes" le hubiese regalado un sayo y no un terno. No recorría las calles sino que levitaba sobre ellas y me dije que, finalmente, los políticos son víctimas tanto de sus errores como de su obstinación en despreciarlos.

Horas más tarde, el PP reventó la plaza de toros de Valencia. Es paradójico que un partido al que se caricaturiza a menudo como clasista logre organizar estos picnics, mientras que los entrañables partidos de izquierda apenas reúnen a los familiares de los candidatos. Incuestionablemente, el PP posee una estructura poderosa que le permite amortizar presencias incómodas. Guste o no, Camps es una de ellas y probablemente esté agotando sus días de vino y rosas: González Pons ha incrementado su ya de por sí considerable porte presidencial y se deslizaba entre el gentío como De Gaulle bajo el Arco del Triunfo. La clave críptica de estas tempestades subterráneas la dio naturalmente Rajoy. "Paco, te votan porque quieren", dijo con su gracejo habitual. No se encogió de hombros a continuación porque no hacía falta.