Según cuenta la prensa, el TC se dispone a dar un mazazo a la independencia de la Justicia por vía indirecta. Sin competencia para ello, pues se trata de un asunto de legalidad ordinaria y sin que aparezca claro qué derecho fundamental quiere proteger, porque más bien los recorta, este tribunal va a establecer, sin respaldo legal para ello y aún en contra de la propia ley, el principio del monopolio de la acción penal en manos del Ministerio Fiscal, borrando casi de un plumazo la acción popular, la única vía que garantizaba en España que un delito en el cual pudiera subsistir algún interés general, pudiera ser perseguido por los ciudadanos aunque la Fiscalía no pidiera el castigo del imputado.

De todos es sabido que aquí, desde hace más de cien años, cualquier persona puede acusar la comisión de un delito público, incluso contra la opinión del Ministerio Fiscal, lo que se ha calificado como una opción legislativa razonable ante el hecho de que el fiscal general del Estado, al ser nombrado por el Gobierno, mantiene una cierta relación de dependencia con éste.

El legislador del XIX, tantas veces añorado, consideró razonable que la acción penal no quedara en las manos exclusivas del Estado, sino que cualquier ciudadano, ante la inactividad de aquel, pudiera acusar, para evitar, precisamente los efectos nocivos e inevitables de la influencia del Gobierno en el fiscal general. De esta manera, conforme a nuestra ley, aunque la Fiscalía no acuse, se puede condenar si alguien considera oportuno mantener su pretensión.

La acción popular es, de este modo, una garantía frente al Poder, especialmente en delitos que no tienen un ofendido particularizado por afectar al interés general o a las conductas de la clase política. Conforme a nuestro sistema jurídico procesal penal, la falta de actuación de la Fiscalía nunca ha comportado necesariamente la impunidad, pues el riesgo de dependencia se ha contrarrestado con la actuación ciudadana que ha evitado en muchas situaciones que los poderosos queden eximidos de responsabilidad penal. Cierto es que este modelo es típicamente español y que solo existe aquí y en el Reino Unido, pero también lo es que el modelo del Ministerio Fiscal español, con una fuerte dependencia del Gobierno y rígidamente jerárquico, necesita un contrapeso que en otros lugares no es tan necesario al ser la Fiscalía un órgano independiente, en mayor o menor medida, del Poder Ejecutivo.

Pero, el TC, siguiendo una trayectoria que comenzó hace algunos años con el impulso de los partidos políticos mayoritarios que, de nuevo, se diferencian en poco, parece que se apresta a dar un golpe certero a esta figura tradicional española que limita fuertemente la arbitrariedad del Poder Ejecutivo y que obligará, si se quiere mantener una justicia independiente, lo que dudo, a fortalecer la independencia del Ministerio Fiscal o a asumir el riesgo de que ciertos asuntos frente a determinados sujetos nunca lleguen a ser objeto de acusación y condena o, sencillamente, que nunca puedan llegar a ser enjuiciados.

El TC quiere que la acción popular solo pueda mantenerse si acusa simultáneamente el Ministerio Fiscal, negando que pueda sostenerse una acusación por un ciudadano o asociación, si el fiscal no articula una pretensión penal. Será, pues, la Fiscalía la que tenga en su mano decidir en todo caso si se acusa y se condena, de modo que si no lo hace, el asunto deberá ser objeto de archivo pues la acusación popular carecerá de valor y eficacia.

No podemos mantenernos en silencio ante este nuevo paso que anula otro derecho ciudadano, pues la acción popular ha permitido en muchas actuaciones la persecución de sujetos y tramas que, en caso contrario, hubieran sido abandonadas por intereses que la prudencia obliga a silenciar. Cierto es que la misma puede ser objeto de abusos, pero este riesgo es muy inferior a los beneficios que comporta, especialmente en el ámbito de la corrupción.

Como siempre, es el legislador el que debe ofrecer las soluciones apropiadas, pues una sola palabra suya evitaría la desaparición de una medida que se traduce en un mecanismo de evitación de la impunidad y que deja a los tribunales la última palabra ante situaciones que, cuanto menos, merecen ser enjuiciadas. Pero, el legislador nada hará, pues tanto quien ahora gobierna, como el que puede hacerlo en el futuro, están interesados en el control de la justicia y a ello prestan todos sus esfuerzos en una especie de acuerdo tácito. Pruebas de ello hay muchas.

De todas formas, con la ley actual es casi incomprensible que el TC dicte una sentencia en este sentido. Ha de forzarse mucho la ley para llegar a estas conclusiones y ha de torcerse en exceso el sistema español, que rechaza el monopolio de la acción penal, para sentar una doctrina que rompe con un modelo procesal penal que en este punto nunca había causado problemas. Claro está que nunca los había supuesto mientras en la práctica no se tocaba a los poderosos. Pero, una vez que la sociedad evolucionó al avanzar la democracia, había que buscar nuevas fórmulas que soslayaran los riesgos de la igualdad ante la ley. Y en esas estamos.