He visto físicamente a José Joaquín Ripoll una vez, en la gala de Importantes de este año en el auditorio de la Diputación. Yo buscaba un canapé por el atestado vestíbulo cuando un grupo de personas apareció en lo alto de la escalinata. Eran Ripoll y su séquito, una interminable cohorte de ternos azules y de señoras con el ticket de la peluquería guardado en el bolso de fiesta. En un primer momento, aquello me recordó a Norma Duval escoltada en el escenario por su claque de coristas. Pero, menos frívolamente, también había retazos del general Gordon descendiendo lentamente los peldaños de su palacio en Khartoum poco antes de que lo alanceara un derviche. Porque un aura majestuosa parecía iluminar a Ripoll. Había otros séquitos aquella noche, claro, pero solo Ripoll y su grupo transmitían casi físicamente la presencia del poder, como si un heraldo le precediera con la divisa española del señorío desde los Reyes Católicos a Emilio Botín: "Porque me da la gana".

Aunque la filosofía política defina el poder como la capacidad de un individuo o un grupo de modificar la conducta de otros individuos o grupos, esto resulta cicatero en el caso de Ripoll. Casi nadie discute que su gestión de un organismo tan deliciosamente prescindible como la Diputación haya sido eficaz en los trazos gruesos. Pero hay algo más: Ripoll ha creado un microclima político propio, una esfera aislada de influencia que orbita alrededor de la Diputación y hasta ahora ha sido impermeable a filtraciones rivales. Con regio desparpajo, Ripoll la ha convertido en un centro de acogida tras la ascensión de Eduardo Zaplana a los consejos de administración, alojando en los presupuestos provinciales a los deudos del patriarca y encastillándose como si dirigiera una Institución Libre de Enseñanza rodeada de conventos. Que haya resistido durante dos lustros el asedio y sobrevivido a más atentados políticos que Fidel Castro demuestra las imperfecciones de la filosofía política y la sabiduría descarnada del zorro que ante todo vigila su madriguera. Es posible que algo cambie el próximo domingo para que todo siga fundamentalmente igual. Los armisticios electorales entre compañeros son obligados y durante quince días, Castedo y Ripoll deben compartir mesa y mantel con el entusiasmo de esas cenas de hermandad que terminan siendo disueltas por los antidisturbios. Si el PP conserva la Diputación y la alcaldía de Alicante, y vence en Elche y Benidorm, las hostilidades se reanudarán con el sano espíritu constructivo de quien pelea por una herencia rumbosa; pero si el PP desmiente las previsiones eufóricas, asistiremos a una versión institucional de la hecatombe de la Isla de Pascua (los antropólogos sospechan que sus habitantes se devoraron entre sí). Mi ignorancia es rotunda en este punto pero, tratándose de un César, creo pertinente parafrasear la profecía del ciego en otra escalinata, la del Capitolio de Roma: "Guárdate de los idus de mayo".