Ha venido Dinamarca a echar otra vez la cancela para que el moro errante y el gitano de Rumanía no pisoteen sus fértiles campos de trigo y de remolacha. La Europa feliz que celebra con entusiasmo la boda de Guillermo y Kate está enseñando los dientes por sus miedos al inmigrante y al refugiado, y algunos ya piensan poner un guarda en cada puerta de su solar. El celebrado acuerdo de Schengen para dejarnos andar desde Lisboa hasta Praga como por la propia casa empieza a resquebrajarse y por cada grieta que aparece alguien aprovecha para mostrar su verdadera cara. Por el sur nos sacuden los terremotos, pero por el norte vienen otros temblores, en apariencia menos jodidos que los de Lorca, pero que pueden suponer un serio revés para la unión política de esta Europa de rancias monarquías y repúblicas inoperantes. Europa empieza a sufrir heridas graves cuando ni siquiera acaba de hacerse mayor. Dinamarca ya ha puesto sobre la mesa toda su hipocresía y, para darle gusto a los xenófobos que permiten su gobernanza, engrasa pistolas, cámaras y escáneres con la disculpa de controlar a drogadictos y delincuentes. Pero antes que el ejecutivo danés, los grandes popes europeos ya se mostraron a favor del cacheo en puertos, aeropuertos y carreteras. Mientras Carla Bruni distrae su embarazo contemplando el jolgorio de Les Champs-Élysées, Sarkozy maquina enviar más guardias a los túneles de Ventimiglia y darles una patada en el culo a todos los indocumentados. Y mientras las niñas de Berlusconi se empolvan la cara, el capo italiano ficha inspectores para evitar que entren en Italia los piojos de los huidos que llegan a Lampedusa. La Europa del futuro, que tendría que empezar a jubilar sus viejos Estados nacionales y esforzarse en configurar un gran espacio de progreso, derechos y libertades, despliega policías y mete la marcha atrás. Adiós, querida Europa.