Ya no asisten ni los adeptos, los militantes y/o afiliados dejaron de acudir en masa tiempo ha. Los mítines que tanta expectación despertaban a finales de los setenta y principios de los ochenta, cuanto la joven democracia española despertaba de un largo letargo de cuarenta años, han caído en desudo por mucho que se empeñen los directores de campaña de los partidos políticos. La virginidad del ciudadano se perdió en aquellos años y a fuerza de repetir insaciablemente los mismos mensajes, la clase política ha terminado por expulsar de ellos al ciudadano de a pie.

Los pinchazos de asistencia se dan por doquier, no llenan ni aforos preparados para escasas quinientas personas. Afanándose en achicar espacios. La verborrea de los intervinientes únicamente es escuchada por afines muy allegados, pesebristas con esperanzas, compañeros de viaje en candidaturas, cargos orgánicos y familiares que se ufanan en llevar algún que otro amigo. El resto prefieren hojear la prensa escrita tratando de descifrar los mensajes, poner el dial de su radio preferida, o mirar de reojo noticias sobre las elecciones en su cadena predilecta. Noticias de las que conforman el entramado pintoresco de la vorágine del día anterior que quedan pronto en el olvido.

El comprensible hartazgo del elector viene a sumarse a uno de los peores momentos en los índices de confianza hacia la clase política, y si a ello añadimos el impacto de las nuevas tecnologías en los medios de comunicación en derredor de internet, la ecuación se resuelve por sí sola, mítines igual a sillas vacías. Al tiempo que octavillas y carteles desaparecen, languidecen los mítines.