Nadie, nunca, debiera renegar de su origen, ni del familiar ni del político, ni ocultar la influencia de gentes en nuestro devenir. Tanto en el campo político como en el sindical, además del respeto y amistad a la persona con quien vengo compartiendo análisis electoral día a día, son muchos a los que debo bastante de lo que soy: Pepe Riera, Máximo Avello, Ángel Planelles, Ana Giménez, Justo Fernández, Nicolás Redondo, Pepe Lassaletta, Antonio Moreno, etc., y cómo no a mi añorado hermano Alfonso.

Las raíces suponen un bagaje a respetar, a mostrar con orgullo, aunque las personas que caminaron junto a nosotros no estén ya en primera línea, ni ejerzan poder alguno. Pero una cosa son las raíces, y otras las familias políticas -sensibilidades se les llaman desde la oculta ironía-, y sus pesebres jerarquizados que obligan a lealtades mal entendidas y buscan interesadas amistades al calor del poder coyuntural.

Estas familias suelen adornarse de un ismo como distintivo grupal, intentan acaparar cuantos más puestos de salida, manejan con espíritu castrense a sus adeptos, filtran escándalos de sus compañeros de partido y son abandonadas cuando dejan de repartir canonjías, enfangando la política al servirse de ella y considerando al elector oriundo del país de la estulticia útil. El período preelectoral y el de la campaña, se tornan en escenario propicio para que queden sus vergüenzas al aire. Ni las urnas detienen su trabajo destructivo. Por sus obras los conoceréis y en las listas los encontraréis.