Hace un par de años invité a mis alumnos a reflexionar sobre las diferencias existentes entre la sociedad británica y la española. Los resultados no fueron deslumbrantes (conducir por la izquierda, beber té, comer fish and chips, su libra esterlina, las millas, la alergia a todo lo se rige por el sistema métrico decimal, su particular elegancia en la forma de vestir, etcétera), pero nos sirvieron para analizar someramente su modus vivendi y para entender un poco mejor su vida, costumbres e instituciones. Las elecciones británicas de mayo de 2010 propiciaron una nueva reflexión. Y la última la he hecho yo solo, con motivo de la boda del siglo de hace unas semanas, aprovechando un paréntesis escolar.

El acto al que me refiero, me transmitió, no sé si a ustedes les sucedió lo mismo, una sensación de bienestar y sosiego espiritual como hacía tiempo no experimentaba, y cuando me di cuenta ya me había tragado todo el elixir ceremonial de ese día 29 de abril, impartido urbi et orbi. Y mientras veía ese rito contemplado por no sé cuántos millones, reflexionaba que nunca tendremos el glamour de la corona británica, la originalidad de sus pamelas, sus universidades de Oxford ni de Cambridge, los caballos de sus hipódromos, ni la guapeza maciza y sólida de políticos como David Cameron o Nick Clegg. Pero me refiero ante todo a esa belleza que sólo la gente pudiente llega a adquirir en santuarios como Eton, ese club privado y selecto en donde las mujeres no tienen cabida y en donde los alumnos visten frac y corbata a los 13 años, y pasean muy cerca del castillo, el parque y los bosques de Windsor, residencia favorita de la inmarcesible reina Isabel II. De ese modo, las mariposas que liban por ese entorno pueden fácilmente otear esas flores tan apetecibles y tan particulares.

Todo lo británico, y más si procede de la realeza, seduce se mire por el costado que se mire. El atractivo de lo inalcanzable siempre ha atraído a los humanos desde la manzana de Eva, y por eso a medio mundo le cae la baba y se encandila, aun no siendo creyentes, cuando en un acto de ese tipo (sucedió exactamente igual en el funeral de Lady Di), todos, absolutamente todos, cantan salmos, y Elton John, con su pareja en primera fila, lleva el compás ante millones de espectadores. Todo es deslumbrante: una reina de Inglaterra, esta vez de amarillo, por la que no pasa el tiempo con el duque de Edimburgo un paso más atrás; las cejas de medio palmo del Dr. Rowan Williams, arzobispo de Canterbury (el único que podía llevar mitra), la obispa a su izquierda, los arbolitos adornando la Abadía de Westminster y la princesa Kate Middleton, del brazo de su padre, poniendo su pie derecho en la alfombra roja mientras daban las 11 de la mañana (aquí las 12). A mí, para qué les voy a mentir, también me gusta la Middleton, y me hubiera encantado preguntarle, bueno, se lo preguntaré otro día, si algún día me apunto a eso del Facebook, si su apellido plebeyo está emparentado con el del dramaturgo isabelino Thomas Middleton. Y si no lo estuviera, continuaría gustándome igual, del mismo modo que le sucedía a Josep Albert Mestre, al que homenajeamos ayer en Alcoi, o a Michel de Montaigne con su fille d'alliance, Marie de Gournay. No recuerdo ahora quién decía aquello de "Nada humano me es ajeno".

Todo parece frivolidad y, sin embargo, nada es frívolo en el ritual que nos tiene encandilados esa mañana. Absolutamente nada. ¿Alguno de los lectores se preguntó por qué el príncipe mientras musitaba, en un precioso inglés del siglo XVI, With this ring I thee wed, with my body I thee worship, etcétera) le enfundaba un anillo a la princesa, y la princesa no tenía opción de hacer lo mismo? ¡Ah, el simbolismo del anillo! ¡La liturgia del anillo entrando en un dedo! ¿O el dedo entrando en el aníllo? Habré de volver a abrir esos diccionarios donde los palabras no significan lo que en principio creemos, y volver por un instante a aquel mundo donde los gestos, los movimientos, las sonrisas y hasta el silencio están milimétricamente estudiados y medidos.