Me habría gustado escribir hoy sobre la prodigiosa realización en dos eventos tan distintos y distantes como el Festival de Eurovisión y las Entradas de Moros y Cristianos de Alcoy.

Dos ejemplos de hasta qué punto de perfección ha llegado hoy a la hora de trasladarnos hasta casa la señal, en riguroso directo, de espectáculos tan diversos como grandiosos. Dos ejemplos entre mil, también, del anonimato en que trabajan estos profesionales como la copa de un pino (¿hay alguien que conozca el currículum del cerebro que gestó la proeza de las semifinales de Düsserdolf?, ¿se les ha tributado el homenaje que merecen a los responsables de que durante los últimos veintiún años las entradas alcoyanas hayan llegado al salón de casa con tal grado de nitidez?).

Pero desde el jueves por la noche Lorca duele demasiado como para detenerse en cualquier cosa que no sea animar, querer, apoyar y abrazar bien fuerte a los lorquinos. Un pueblo del que sólo guardo buenos recuerdos y mucha vida compartida. El terremoto en Lorca, que ha paralizado la campaña electoral, va a traer mucha cola. De entrada, el trago de los funerales, que la televisión nos mostrará al contrario de como suele. Callando. Y al enmudecer, dejando que los elocuentes silencios lo digan todo. Más tarde, a medida que vayamos despertando del aturdimiento, se hablará de responsabilidades. Nada va a ser igual en Lorca. Con un 80% de las viviendas afectadas por el seísmo, la polémica sobre la (mala) calidad de las construcciones está servida. Si el riesgo de catástrofe nuclear provoca sarpullidos, cuánto terror e impotencia debería generarnos saber que dormimos bajo techos que no soportarían un seísmo un punto por encima del de Lorca, con la que hoy lloramos.