No sé por qué extraña tanto el anuncio oficial de que el Palau de les Arts de Valencia se reconvertirá en salón de bodas. Ya lo fue desde sus inicios, sin que nadie dijese esta boca es mía. Durante las dos primeras temporadas, peregriné al susodicho Palau a presenciar algunos de sus espectáculos. Lo que me encontré, desde los jardines hasta bien adentro, siempre fue un ambiente de boda. De boda de gente pudiente.

Desde los terribles disfraces a los que sometían a sus chicos y chicas acomodadores, todo en este Palau de Calatrava me evocaba a sobrecarga de apariencia, a enorme teatrillo en donde la gente con posibles alternaba con otra gente con posibles, y en donde el ejercicio de ver e intentar ser visto alcanzaba todo su esplendor. Recuerdo los modelitos, los tacones, los brillos, las pieles, los cardados, los excesos. Recuerdo lo concurrido de los vestíbulos en los entreactos, los pijísimos tentempiés, cava y canapés con nombres imposibles, servidos a precio de oro en mesas instaladas al efecto. No sé de qué se extrañan cuando anuncian que el Palau se usará, también, como salón de banquetes, y que el primer ágape, el del 17 de junio, sea el de un jugador del Real Madrid. Ese ha sido siempre el modelo de quienes frecuentan ese espacio, que apenas percibirán la diferencia de eventos. A fin de cuentas, los ratos de vestíbulo siempre fueron los más codiciados.

No digo que no ocurra en más lugares ni en más Palaus. Sólo que este caso es paradigmático. De libro. Por culpa de estas situaciones se afianza mi querencia por los ensayos generales. Cuando los mercaderes han saqueado el templo de la música, los ensayos son el único reducto para vivirla sin interferencias, cardados ni pachulis.