La inmunidad parlamentaria tiene su origen en el derecho constitucional inglés y francés y se estableció en el siglo XVIII para que los diputados pudieran ejercer su responsabilidad libremente, sin la presión del Rey y de la nobleza. Es decir, la inmunidad protegía al ciudadano, tratando de evitar la coacción y el abuso de poder que pudieran desplegar los poderes fácticos sobre sus representantes.

¿Ocurre hoy lo mismo con la inmunidad y el aforamiento? ¿Se usa para resistir la presión del rey Juan Carlos, de la princesa Letizia o del marqués del Bosque?

Los ciudadanos observamos escandalizados cómo los sumarios por corrupción política viajan desde los Tribunales Superiores de Justicia a los Juzgados Ordinarios y viceversa, ya que los afectados dimiten o sus partidos los aforan con cargos políticos, según convenga, al objeto de retrasar al máximo los juicios y las previsibles condenas, lo que muy bien se podría considerar como un fraude de ley.

Hay que cambiar la legislación para que el político se encuentre protegido por la inmunidad o aforamiento solo y exclusivamente cuando realice actos necesarios para el ejercicio de su responsabilidad política y no cuando desarrolle actividades privadas ajenas a la labor que los ciudadanos le han encomendado.