El 15 de agosto de 2004 cayó entre semana. No lo olvido porque fue el primer 15 de agosto que supe capear en mi medio. Ignorando el festivo. Viviéndolo en las aulas. Estaba en La Rábida, en un Curso de Teatro dirigido por José Monleón, junto a una docena de alumnos más. Fue una semana intensa y preciosa, en la que conocí a gente tan estupenda como Chiqui Fernández o Luis Rallo.

Hace de esto diecisiete veranos, pero parece que le estoy viendo y oyendo. Llegar a las nueve de la mañana al aula de la Sede Iberoamericana, en medio de ninguna parte, al estilo de la de San Antonio de los Baños de Cuba, y encontrarme con las enseñanzas del maestro, y a fe que José Monleón lo es de verdad, es de ese tipo de experiencias que marcan huella. Quién no me dice a mí que los más de cien cursos en los que más tarde pude estar al otro lado de la tarima no empezaron a brotar aquellas mañanas, cuando los diálogos con Monleón y el carácter peripatético de las sesiones fueron prendiendo en mí.

Digo todo esto porque el lunes por la noche, en plena transmisión de la gala de los Premios Max, asistimos a uno de esos actos abominables que nunca debieran ocurrir. Nos birlaron su discurso. No nos dejaron escuchar sus palabras.

No nos dejaron aprender de él, compartir con él, celebrar con él. Que es tanto como si hubiesen editado las palabras de Matute en el Cervantes o a José Luis Sampedro en un homenaje que se le rindiese.

Está lo placentero, pero también está lo necesario. Y escuchar a José Monleón, más que placer, era una necesidad. También cortaron la gala para dar el sorteo del Bono Loto. Algunos no jugamos nunca. Nuestras necesidades, pobres de nosotros, son otras bien distintas, que no arregla la lotería.