Las fantasías ajenas suelen excitar las propias. Me cuenta un amigo que estaba quedándose dormido ante el televisor, poco antes de irse a la cama, cuando apareció en la pantalla el presidente de Estados Unidos, George Bush, para anunciar la muerte de Ben Laden. Se espabiló de golpe. Con el frío cinismo que le es proverbial, Bush dijo que un comando había asaltado la mansión que el siniestro personaje habitaba en un barrio próximo a una academia militar de Pakistán (el fiel aliado de Washington), lo había asesinado a tiros antes de que pudiera defenderse, y después había trasladado el cadáver hasta un barco de guerra desde donde se le sepultó en el mar, previo un rápido funeral por el rito musulmán, para evitar que su tumba se convirtiese en un lugar de peregrinación. Luego, explicó que la información para localizarlo le había sido arrancada mediante tortura a un preso de Guantánamo, y que toda la actuación del comando pudo ser retransmitida en directo a la Casa Blanca vía satélite.

Como suele ocurrir cuando uno recibe una impresión muy fuerte y la sorpresa te paraliza, este amigo mio empezó a procesar la información fijándose en los detalles menos importantes. Por ejemplo, ese funeral por el rito musulmán a bordo de un barco de guerra. Le sorprendió que la Marina norteamericana tuviera en su cuerpo de capellanes castrenses unos imanes de guardia de los que echar mano en esta clase de emergencias. Y la misma sensación de incredulidad le produjo saber que el presidente y su gobierno habían presenciado el asesinato en directo por la televisión en una forma parecida a como hace un grupo de amigos que se reúnen a ver un partido de fútbol, con unas cervezas y unos pinchos de tortilla. Como pertenece a ese reducido grupo de lunáticos que creen que no se puede comulgar con ruedas de molino sin atragantarse un poco, se fue a la cama angustiado.

Al día siguiente, el presidente Aznar se manifestó conforme con la actuación de su buen amigo Bush al responder una pregunta en el Congreso. Era lo esperable dada la íntima relación que los une. Pero lo mismo hicieron, para su sorpresa, el jefe de la oposición, un joven idealista que se apellida Zapatero, y lo que queda de la prensa liberal española. "Se le ha matado y punto", dijo con mucha contundencia un habitual defensor de los derechos humanos en una emisora de radio con vitola progresista. Incluso los amigos de la tertulia del café estaban de acuerdo con la aplicación de la ley del Talión y las ejecuciones sumarias.

Creía estar viviendo una pesadilla. Hasta que se despertó frente al televisor donde una echadora de cartas barajaba con suficiencia en la alta madrugada. Suspiró aliviado y se fue a dormir. Luego cayó en la cuenta de la horrible realidad. Obama había sustituido a Bush en la Casa Blanca, Zapatero a Aznar al frente del gobierno español y la señora Clinton ocupaba el puesto de Condolezza Rice. Y todo seguía igual, o parecido, en cuanto a la utilización de la mentira como arma política. Este amigo desconoce si la ejecución de Ben Laden fue verdadera o falsa, y si le habrá servido a Obama para librarse de un mito creado por sus antecesores y ganar al mismo tiempo popularidad excitando el patriotismo primario de muchos de sus compatriotas. En cualquier caso, el método utilizado le parece lamentable. ¿Qué no hubiéramos dicho si esto mismo lo hace Bush?, me pregunta.