Me puede la imagen de los subsaharianos que han sobrevivido al naufragio arribando a la costa granadina. Me puede esa mirada penetrante, seria, honda, circunspecta, que perpetran a la cámara del reportero que ejerce de testigo mediador de la tragedia. Me aturden y desasosiegan esos pies descalzos caminando sobre la tierra pedregosa, en una pose que nada tiene que ver con lo artístico o con lo exótico. Me aturde e inmoviliza ver a las mujeres, a los hombres y a algún niño superviviente cubiertos por una manta roja que tampoco tiene nada que ver con el magenta de las pasarelas. Apenas puedo mantener la mirada ante el televisor cuando alguno de los subsaharianos recién arribados a la costa, en medio de la noche, osan mirar directamente hacia el objetivo de la cámara, cruzándose con las nuestras. Interpelándonos. Lo que se ve es demasiado fuerte, incluso para quien se cree más inmunizado por el horror. O para quienes, como un servidor, se han acostumbrado a vislumbrar con cierta distancia todo lo que se contempla. Siempre desde el sillón. Sabiéndose público de una gran función mediática que no ofrece tregua, en donde todo se muestra, pero donde todo parece efímero dada la velocidad a la que comparece el relato. A lo perfectamente pautado, una boda real, una beatificación papal, los Premios Max, las Entradas de Alcoy, las finales de la Champions, la campaña electoral, Bildu, se suman los imprevistos, Bin Laden, Severiano Ballesteros. Y todo se contempla. Todo se asimila. La vida continúa. Hasta que, de repente, asistimos a la mirada perdida de un inmigrante sin nombre ni apellido, al inicio de "La 2 Noticias". Y ahí sucumbo.