Este lunes se celebra el Día de la Unión Europea. Fecha sin duda destacable por ser la organización política la que pertenecemos por decisión propia, construida sobre las cenizas de las últimas guerras intereuropeas bajo las enseñas de la democracia, el pluralismo y el valor superior de la dignidad de la persona humana.

Para los españoles, Europa sigue teniendo todavía hoy un significado especial, vinculado al fin de la dictadura y a la esperanza de que España debía de incorporarse de una vez por todas a la senda del progreso, con la vista puesta en un mundo mejor. Ni decir tiene que, desde 1985, año en que España ingresa en el concierto europeo, han sido muchas las satisfacciones recibidas, tanto por nuestras aportaciones, como por las provenientes de nuestros socios, que han permitió que España haya dado un salto muy importante en términos de modernización y de incremento de los niveles de vida.

Aunque Europa se presentaba ante todo como un mercado interior, inicialmente conformado por unos pocos países relativamente parejos, se confiaba en que, con el tiempo, el desarrollo del mercado culminaría con la creación de una estructura política y un modelo social, que es lo que figura en las Constituciones de los Estados miembros. Hoy se puede decir que estas esperanzas se han frustrado. Europa ha ensanchado más y más el ámbito del mercado, abriéndolo a quinientos millones de personas y veintisiete países, pero el edificio no se ha coronado, sino que, por el contrario, se ha vuelto ineficiente e ingobernable.

El gobierno real que impera en la UE es una fronda confusa de intereses económicos y políticos, cuyo fin último es poner a buen recaudo los capitales financieros, aún a costa de someter a la ciudadanía a un duro maltrato. Si recordamos, la pomposa estrategia de Lisboa, diseñada hace apenas dos años, dibujaba un panorama idílico en que Europa se proponía relanzar "una economía más competitiva y dinámica basada en el conocimiento, capaz de un desarrollo económico sostenible con más y mejores empleos y una mayor cohesión social", objetivos todos ellos que después de tres años de crisis, parecen sacados de un cuento de hadas. Lo que tenemos enfrente, por contra, es un estancamiento acompañado de un desempleo masivo y una degradación sin precedentes del estado de bienestar y de la paz social.

La crisis económica ha hecho estallar las contradicciones acumuladas durante estos años: ingreso de países escasamente comprometidos con la idea de Europa; déficits descomunales no solo en países del sur, sino en otros del norte, como Gran Bretaña, la gran enferma; rearme nacionalista, militarización y estigmatización de los inmigrantes; y, sobre todo, la aplicación suicida de medidas económicas que aseguran los beneficios del capital financiero a costa de atacar los derechos sociales de los trabajadores y borrar de la escena cualquier atisbo de control democrático. La democracia, la gran promesa de Europa y su gran apuesta ante el mundo, es la gran sacrificada de esta situación. La ciudadanía ha desaparecido, aunque se adivinan las reacciones que todo ello traerá consigo a no mucho tardar.

Desde el Tratado de Maastricht y la creación del Banco Central Europeo, el manejo de la política económica tenía un loable objetivo: mantener la estabilidad de los precios. Pero tal objetivo se ha interpretado en estos tiempos de crisis en el sentido de mantener a toda costa la renta financiera. La renta financiera, que ya era la forma preeminente del beneficio del capital, ha pasado a ser intocable, de forma que todo lo demás, es decir, derechos, pensiones, empleo, seguridad, desarrollo de otros sectores económicos, etcétera, debe ser sacrificado servilmente en aras del beneficio del capital financiero, aunque ello nos lleve a la propia aniquilación. El comportamiento sádico de los mercados de deuda, ante los cuales la UE no responde con autoridad, sino que deja hacer, es otra muestra de los dislates que se están cometiendo y que, si duda, pagaremos caro.

Con todo, la situación empeoraría aún más en el caso de que, a consecuencia de esta política errática, ultraconservadora y suicida, se viniera abajo el euro y, con él, todo el andamiaje. Porque lo cierto es que no nos iría mejor por nuestra cuenta. Por tanto, el reto es siempre el mismo: más democracia en Europa; o sea, otras herramientas presupuestarias y otras políticas económicas que miren al futuro y al progreso social.