Vergüenza es lo que siento ante la actuación de la Sala del 61 del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional por el espectáculo ofrecido en el asunto de Bildu. Y vergüenza que hago extensiva a mí mismo por no haber sido capaz de darme cuenta hace años de que la cesión de los nombramientos de los más altos cargos de la Magistratura al Parlamento por mediación indirecta del CGPJ, no era sino un eufemismo para entregar la composición de estos tribunales a los partidos políticos. Vergüenza, propia y ajena, por ver cómo con la complicidad y el silencio de todos, el Poder Judicial, uno de los pilares del Estado de derecho, se ha rendido y cedido y camina a pasos apresurados a equipararse con su precedente del franquismo, para convertirse en una mera función dependiente del único poder, el Ejecutivo. Se acabó el principio de la división de poderes; la Constitución no es otra cosa que papel mojado ante el ansia devoradora de poder de los políticos y la aceptación acrítica de muchos magistrados que han entrado, la mayoría forzadamente, en este perverso juego al que se someten los nombramientos de ciertos cargos, pues ya no hay otro camino para alcanzarlos que ganarse la confianza de las formaciones partidistas.

Es una realidad manifiesta, que el TS y el TC se integran conforme a la voluntad de los partidos mayoritarios, que se reparten las piezas de acuerdo con sus intereses, siendo la prueba irrebatible de esta afirmación su división en bloques supuestamente ideológicos, rígidos e inamovibles salvo excepciones puntuales como ha sucedido con Manuel Aragón en el TC, de modo y manera que, antes de la toma de cualquier decisión de calado político, cabe anticipar el resultado con un margen de error mínimo o inexistente. Se presumía y confirmó la sentencia de la Sala del 61 del TS, cuya resolución respondió a esa división numérica entre los llamados progresistas y conservadores y el TC, con una sola excepción, ha respondido a la misma expectativa, sin sorpresa ninguna.

Los partidos políticos, en sus declaraciones públicas, se encargan de advertir a quienes en el futuro deseen aspirar a ascensos en la Carrera Judicial que deben someterse a su voluntad, de modo y manera que quienes hagan gala de su independencia de criterio tendrán escasas o nulas posibilidades de progresar a pesar de sus méritos. Poco a poco, como una lluvia fina que cala, lo que en un principio fue algo puntual, se ha convertido en regla y hoy no es posible hallar resolución con trascendencia política en la que no se manifieste con toda su expresividad la división derivada de los correspondientes nombramientos y paralelamente del interés en el caso del partido que hizo la propuesta de designación.

Poca importancia parece haber tenido en este caso de Bildu la anterior jurisprudencia para unos y otros, porque de ser así las diversas sentencias no podían responder a interpretaciones tan sectarias y monolíticas. Porque la doctrina anterior permitía, como todo en derecho, optar por una vía o por otra, pero nunca que esa adscripción lo fuera en bloques pretendidamente ideológicos y realmente políticos. Razonable hubiera sido una postura u otra, pero nunca una radical inclinación que respondiera a posicionamientos políticos. Si era la prueba de la vinculación política con ETA y Batasuna lo que debía primar en la resolución, su valoración en el caso, compuesta por operaciones intelectuales personales y en conciencia, podría haberse traducido en opiniones dispares, pero, si esa labor es fruto de la independencia, no de criterios políticos, lo razonable hubiera sido que los magistrados disintieran conforme a sus propias conclusiones, personales, pero nunca conforme a una misma determinación de grupo.

Los partidos, a su vez, siguiendo la misma tendencia que los está haciendo aparecer como un grave problema para la democracia española, se han encargado de acrecentar esa sospecha de dependencia de los magistrados de quien los nombró. Culpar al Gobierno de la decisión adoptada equivale a afirmar su injerencia en la función de juzgar. Hacerle responsable de una sentencia es lo mismo que entender que es el Poder Ejecutivo y no el Judicial el que dicta las sentencias indirectamente por medio de magistrados obedientes. Pero, de la misma manera, supone que quien formula esa crítica es quien parece influir en la otra parte del Tribunal mencionado y antes en la mayoría de la Sala del 61 del TS, pues esta última se inclinó, por grupos también, por las posiciones de la oposición. Que los mismos Jueces que hoy están en el CGPJ estén mañana en el TS y pasado en el TC, coadyuva a esta idea.

Por este camino no se puede seguir y se impone una modificación radical de la forma de designación de los más altos tribunales en la que los partidos carezcan de influencia alguna. Han demostrado que poco o nada les importa el respeto a las reglas constitucionales y ninguno de los mayoritarios disimula esta percepción. PSOE y PP actúan del mismo modo, pues el sistema actual sirve a sus pretensiones. Ninguna reforma se espera sea cual sea el resultado de las futuras elecciones. Ni a los partidos, ni a las cúspides de las asociaciones de jueces les interesa.