Conocí a Luis Díaz Alperi hace treinta años en una cena de Navidad en la Casa Sacerdotal de Alicante que dirigía el páter Antonio Vivo. Antonio siempre ha tenido querencia por estos saraos en que comparten mantel quienes gozan de prestigio con aspirantes a conseguirlo por lo civil o lo criminal. Creo que Díaz Alperi se sentó entre el restaurador Batiste de Santa Pola y un profesor de química Orgánica de la Universidad. La tradición marcaba entregar un obsequio socarrón a los invitados tras los postres y Díaz Alperi, quien por entonces presidía la Diputación, recibió un donut con una mitad recubierta de pistacho y la otra de mermelada de naranja, el emblema de UCD, su partido. Tuvo la prevención higiénica de no catarlo, lo que por otra parte arruinó la premonitoria metáfora de que UCD iba a ser devorada por sus hijos. Años más tarde, el periódico me encargó un artículo y Díaz Alperi, ya alcalde de Alicante, reapareció en la pantalla de mi ordenador.

No advertí grandes cambios: el rostro bonachón, casi imperturbable, y una insólita, en un político, falta de locuacidad. Le imaginé a popa de su velero recitando "La noche de San Juan" de Lope de Vega mientras en tierra firme las excavadoras de Ortiz arrasaban el horizonte y sus concejales jugaban a la ruleta rusa con demasiadas balas en el tambor. Por fin, varias señales emitidas desde la Audiencia Provincial le obligaron a aproar la bocana del puerto y desembarcó con un alud de legajos que sus abogados pasearon durante años por salas togadas. Nunca he sabido si Díaz Alperi era un empresario aficionado a la política o viceversa. Esta incertidumbre provoca de vez en cuando malentendidos, coincidencias sorprendentes y cierto aroma a suplicatorio en lontananza. No es un rasgo propiamente español (la "gripe española" tampoco era española), pero nosotros hemos conseguido que el resto del mundo nos señale acusadoramente (también conseguimos que la "gripe española" pareciera una epidemia de traje de luces).

Sea como fuere, aquello resultaba agotador y Díaz Alperi decidió imitar a Carlos V. Se retiró al monasterio de Yuste, actualmente conocido como "Palau de les Corts", y hoy regresa a mi vida como candidato discreto en la lista autonómica del PP. Sigue teniendo el aspecto de hace treinta años y esto me congratula ya que a mí debe de ocurrirme otro tanto. Tras las elecciones, podrán localizarlo en la última fila del orfeón, las manos plácidamente cruzadas sobre su bienestar y la mirada inexpresiva de quien no presta atención a las tonterías del orador de turno. Un biógrafo amable diría que ha hecho suya la divisa de Azaña, "mi única obligación es perdurar", pero ocurre que Azaña jamás pronunció esas palabras y los últimos biógrafos amables fueron exterminados por un comando de tertulianos. Dejémoslo en una perpetua noche de San Juan.