En esta legislatura autonómica ha sucedido un hecho que simboliza mejor que nada la degradación de la democracia valenciana: el conseller Blasco, pese a su condición de miembro del Gobierno, ha acabado ejerciendo de portavoz del Grupo Popular. Esto no es ilegal, pero nos advierte sobremanera sobre la insensibilidad ante la separación de poderes que ha regido la actuación del partido mayoritario. No conozco ningún caso similar en la larga historia del parlamentarismo. Y, sin embargo, es algo que casi ha pasado desapercibido, lo que también es revelador del hastío dominante, del embotamiento civil ante la profusión de golpes recibidos. Que dicho conseller-portavoz esté en entredicho por dudosas prácticas clientelares y que sustituyera a otro, castigado por estar bajo sospecha de corrupción, completa el retrato de la desazón. Y, en medio: el servilismo esperpéntico de la presidenta de la Cámara ante la cúpula de su partido, las resoluciones del Tribunal Constitucional contrarias a decisiones de los órganos de gobierno de les Corts manifiestamente inconstitucionales, los ataques a la vida privada de la portavoz de Compromís y la forzada persecución judicial al portavoz socialista, las indignas actuaciones del molt honorable usando de la tribuna para elevarse a los altares con la palma del martirio. Si algo así sucediera en cualquier Parlamento estatal de la UE estaríamos hablando de ocaso de la democracia.

Estamos en una situación de emergencia democrática y no ante unas elecciones normales en las que pueda debatirse con tranquilidad sobre propuestas y alternativas. Y ello por varias razones. La primera es que lo dicho denota que en el PP lo esencial es el partido, la capilaridad de su poder y el mantenimiento de redes clientelares que, a veces, coinciden con estructuras de posible corrupción económica. La paradoja es que este ensimismamiento, este cambio de sistema a régimen, también se expresa en rupturas internas, en el irresponsable fraccionamiento del PP: muchos dirigentes necesitan realizar caja en las urnas y no lo pueden hacer por el encastillamiento de la casta principal, cada vez con sus filas más prietas para prevenir cualquier catástrofe judicial. La segunda, porque la corrupción ha envenenado todo debate y, para la mayoría de los electores, ha diluido las divisiones esenciales entre izquierdas y derechas para situarla entre decentes e indecentes o, más comúnmente, entre escandalizados impotentes y resignados. Esto sólo incrementa el desaliento, la sospecha y la desconfianza en el momento más duro de las expectativas socio-económicas: venido abajo el simulacro de sociedad de la prosperidad, encajonadas las clases medias en un callejón sin salida y angustiados 600.000 valencianos por el paro, cualquier movilización del entusiasmo se vuelve casi quimérica y la tan esperada indignación no encuentra vías de articulación política en unos partidos de la oposición que también han sufrido lo suyo esta legislatura. Que ahora enarbolen como gran estandarte la promesa de la honestidad en poco va a ayudarles: ¡sólo faltaba que también fueran sospechosos, con sus escasísimas cuotas de poder! Y, sin embargo, no han conseguido romper masivamente el mayor veneno de la democracia: la creencia de muchos en que todos son iguales. Tampoco han podido situar las peculiaridades y causas de la crisis en la Comunidad en el corazón de la agenda política. Que Camps y su troupe de gurtelitos y brugalenses lleven mucho tiempo tratando de plantear estas elecciones como un plebiscito salvador es la última vuelta de tuerca en el acoso y derribo a una cultura democrática maltrecha y que duda hasta de sí misma.

En fin, así nos han ido las cosas: cuando más necesitábamos de la política, nos hemos encontrado con un circo. Han abundado los trapecistas y los funambulistas, los magos que metían euros públicos en las chisteras y aparecían en los bolsillos de sus amiguitos del alma, los domadores de pulgas y las pulgas felices en su cosecha de migajas, los ventrílocuos con voz de los mandamases o de su propia ignorancia y los payasos tristes, agobiados en su puro maquillaje, incapaces de hacer reír salvo a los imbéciles. Algunos leones han salvado la dignidad. No deberíamos olvidar nada de esto cuando depositemos el voto. Porque ¡qué vergüenza cuando nos examinen los historiadores del futuro! Que nadie en nuestro nombre pueda gritar el 23 de mayo: ¡más difícil todavía! y escuche un coro que responda: ¡el espectáculo debe continuar!