Existen múltiples y sofisticadas formas de flagelar al Sistema, fruto de un instinto ancestral de supervivencia que se localiza en algún lugar del cerebro como respuesta a todo aquello que repele a lo largo del tiempo a los antisistema (esas criaturas a las que el Sistema quiere subyugar y controlar). Los antisistema a menudo segregan una técnica propia de autoprotección, tácita pero eficaz. Cada sujeto, a lo largo del tiempo y de las experiencias personales, interioriza una idea diferente de este concepto, cuya definición no aparece recogida en ninguno de los diccionarios que manejo, incluidos los de argot y hablas marginales. Uno no sodomiza al Sistema gratuitamente. Siempre existen motivos, a veces oscuros, para explicar esta conducta visceral, la mayoría de los cuales encuentran su origen en las vivencias particulares de los antisistema, como ya he apuntado. Al Sistema no le gusta que nadie se salga de la senda marcada o que se rebele contra sus decisiones. (Obsérvese que la palabra ciudadano es de rango muy superior para ser utilizada en este contexto). En otras palabras, el Sistema no se deleita en que le toquen el arco triunfal continua y sistemáticamente, o que en sus dictados se le pongan comas donde sempiternamente han existido puntos, es decir, no acepta los individuos incómodos que le cuestionan los axiomas sagrados heredados de la tradición, ni aquellos que se atreven a poner una nota discordante fuera del pautado pentagrama oficial.

Cada uno de los humanos conoce perfectamente cómo se fustiga al Sistema. Los antisistema no tiene por qué ser los parias de turno: los hay de cuello blanco, y también pueden perfectamente ser presidentes de gobierno. Resulta curioso observar cómo los antisistema del mismo gremio nunca comentan estas cuestiones entre sí (como si de un secreto de Estado se tratara), pero se colige fácilmente por las actuaciones del día a día. ¿Qué cómo se fustiga al Sistema? Pues, así, a bote pronto se me ocurren las siguientes: enarbolar una bandera inesperada en un momento inesperado (una republicana, por ejemplo, en un acto de exaltación de la Monarquía), lanzarle un zapato a un Presidente de los EE UU, no levantarse en un desfile ante el paso de una bandera de un determinado país, ir descalzo (para esto conviene esperar el buen tiempo) y vestido de harapiento empuñando una pancarta con "Necesito un traje" por la plaza de Manises de Valencia, poner bocabajo el retrato de un rey (¡no sería la primera vez!), de un conseller o de un ministro, lanzar huevos a un coche de la realeza británica, expresar públicamente una opinión contraria a la de la mayoría, lucir un lacito blanco en una procesión de Semana Santa, no acatar un acuerdo unánime, cantar una canción protesta (yo recuerdo haber cantado fervorosamente en mi época adolescente la canción "Cuba sí, yankees no" delante de un cuartel de la Guardia Civil de Albaida) o entonar cualquier otro himno reivindicativo, invitar a un cantante cañero de profesión y medio jubilado a recordar y repasar viejas canciones reivindicativas, cortar el tráfico en una carretera, promover movilizaciones para protestar ante los recortes pasados y los que vendrán, levantarle la voz a un representante del Sistema, reclamar algo con una cacerolada, entrar en estado depresión de la noche a la mañana, caer enfermo puntualmente cada tres semanas, entablar amistad con un sanitario para que É (¡ya saben ustedes para qué!) cuando una adversidad inesperada hace acto de presencia en tu vida, llegar tarde a tus obligaciones, salir antes de hora, hacer una cosa diferente de la que se supone deberías estar haciendo en un momento determinado, manifestarse delante del Ayuntamiento (lugar al que la mayoría de los antisistema identifican como brazo visible del poder, a veces erróneamente), etcétera. Podría continuar la letanía sin ningún problema con ejemplos sacados de la realidad diaria (¡no de la ficción!), pero creo que la cuestión queda clara. A menudo me pregunto por qué las caceroladas no tienen lugar frente a las iglesias, basílicas y catedrales o en las delegaciones de Hacienda. La respuesta me la ofrece Montaigne: "porque todos nos sentamos sobre nuestro culo", así de claro y de sencillo.

El Sistema, en su afán de control, no sólo intenta tener amordazados a sus súbditos, quiere también controlar los medios de comunicación o, a ser posible, tener los suyos propios: su radio, su prensa, su televisión, etcétera, con el fin de asegurarse la supervivencia, irradiar su doctrina y clarificar sus señas de identidad y, de este modo, hacerse auto propaganda: todas las iglesias tienen sus hojas parroquiales, los papas sus encíclicas, los obispos sus cartas pastorales, los ministerios y partidos políticos las suyas, lo mismo que los Ayuntamientos y cualquier otro organismo que gire en la órbita del poder (estatal, escolar, paterno, etcétera). Todos y cada uno poseen formas diferentes y obsesivas de emitir sus mensajes. En cualquier periódico se aprecian rápidamente las pertenecientes a cada subsistema. Cuanto más poder se posee, más medios para irradiarse.

Todo Sistema que se precie necesita un buen manual de instrucciones para someter a los subordinados: desde una Constitución a un Estatuto de Autonomía, disposiciones de diverso rango legislativo: decretos, órdenes, resoluciones, biblias, coranes, catecismos de todo tipo, reglamentos de régimen interno de centros escolares, estatutos de un partido político cualquiera,etcétera. Del mismo modo, posee sus guardianes de la verdad y contramaestres de barrera; un buen ejemplo podrían ser los inspectores de cualquier ministerio. ¿Un ejemplo más concreto? Los de Educación hostigando, en su momento, al director escolar que osó poner la foto del conseller del ramo boca abajo. Los tribunales de la Inquisición, está claro, se han sofisticado y metamorfoseado, pero de ningún modo han desaparecido. (Continuará).