Un hecho de ámbito nacional, la legalización de Bildu por el Tribunal Constitucional, puede ser la gota que colma el vaso y convierte en irreversible la tendencia hacia el descalabro del PSOE en las próximas elecciones. Mucho antes del comienzo de la actual campaña electoral los factores nacionales daban ya una impresión de predominio sobre los estrictamente locales o autonómicos en la intención de voto del electorado. La prueba evidente de ese predominio ha sido el afán de los candidatos socialistas por evitar toda identificación con Rodríguez Zapatero, convertido en una especie de apestado político, al que se procura mantener alejado para evitar cualquier infección. Por lo demás, la reciente decisión del actual presidente del Gobierno de renunciar a la candidatura para las elecciones legislativas de 2012 no da la impresión de tener efectos significativos para el cambio en unas tendencias de voto que, a juzgar por las últimas encuestas, hacen presagiar un resultado catastrófico para el PSOE.

En este contexto, la decisión del Tribunal Constitucional ha marcado el comienzo de la campaña electoral al introducir un nuevo factor de perturbación nacional que, a mi juicio, puede agravar el deterioro político de los socialistas. Lo ha sabido ver Rita Barberá, candidata popular a la Alcaldía de Valencia, quien ha aprovechado el comienzo de la campaña para denunciar con acritud lo que a estas alturas parece evidente: la continuidad de la negociación entre el Gobierno y ETA-Batasuna, y la existencia de una "hoja de ruta" que al día de hoy va a permitir la presencia de esta última en las instituciones y la obtención de fondos públicos que, para vergüenza nacional, habremos de pagar todos los contribuyentes.

Para el PSOE, los posibles efectos negativos sobre la opinión pública de la legalización de Bildu se superponen a una percepción bastante generalizada de fracaso estrepitoso en la gestión de la crisis por parte del Gobierno. Los espectaculares aumentos del paro, del déficit y de la deuda han erosionado particularmente a Rodríguez Zapatero y al Gobierno de la nación. Es cierto que las responsabilidades por la actual situación están en realidad mucho más repartidas y que un desbocado despilfarro de las administraciones locales y autonómicas, sin distinción de signos políticos, ha contribuido también en gran medida a llevarnos al borde de la bancarrota.

Pero no hay duda de que, por su mayor capacidad de respuesta para atajar la crisis, son la tardanza o la escasa eficacia de las medidas adoptadas por el Gobierno las que sitúan al mismo en el punto de mira de la ciudadanía. Tampoco la corrupción y los escándalos políticos parecen tener peso suficiente en el balance de los últimos años como para condicionar cambios significativos en los respaldos electorales, más allá de los producidos por la política nacional. Y es que el reparto transversal de la corrupción política entre los partidos neutraliza sus efectos negativos y genera tan sólo, si acaso, un mayor porcentaje de abstención sin consecuencias directas en la distribución porcentual del voto.

En el caso de la Comunidad Valenciana y de la provincia de Alicante, el balance general de la gestión autonómica y de los más importantes municipios pierde pues relevancia ante el votante, al igual que en el resto de España, como consecuencia, querámoslo o no, del carácter plebiscitario que en gran medida ha adquirido la consulta electoral del 22 de mayo. Pero además, para mayor dificultad para el PSOE y mayor ventaja para el PP, desde la llegada de Rodríguez Zapatero al Gobierno de la nación la percepción de maltrato a los valencianos ha ido calando en un electorado que ha llegado a configurar la Comunidad Valenciana, junto a las comunidades de Murcia, Madrid y Castilla-León, como uno de los baluartes electorales del Partido Popular. La derogación del Plan Hidrológico, el retraso en la terminación de la Alta Velocidad o la inadecuación de la financiación autonómica al aumento poblacional han constituido un difícil escenario para la labor de un socialismo valenciano que tampoco ha brillado excesivamente en su gestión de oposición y en la selección de sus dirigentes. No es pues de extrañar que, como predicen las encuestas y al margen de los balances de gestión de las distintas administraciones durante los últimos cuatro años, la oleada de cambio que se inició en mayo de 2010 consolidará y reforzará a favor del PP, salvo algunas excepciones, nuestro actual mapa político.