Cuando se habla de valientes, es frecuente asimilar la actitud valerosa con la temeridad. Y no es justo ni acertado equiparar a quien siendo equilibrado, tiene miedo a enfrentarse a un peligro real y consistente, pero lo vence desde la madurez, con el temerario incapaz de valorar el peligro, que se lanza temerariamente hasta lograr lo que se proponía irresponsablemente, de puro churro. Algo parecido pasa con los que se ejercitan en la duda y quienes viven entre certezas absolutas. Los primeros, dudan desde la humildad para reforzar sus principios mientras que los segundos se hacen fuertes en la intransigencia y la incapacidad de escuchar, no sea que se destapen inseguridades mal trabajadas. La capacidad de escucha y de enriquecimiento frente a quienes se han acostumbrado a escucharse a sí mismos utilizando a los demás como altavoces de resonancia.

No estoy defendiendo la falta de criterio; todo lo contrario. Lo que pretende esta reflexión es acercar al lector la consideración de si la verdadera certeza se asienta en aferrarse a verdades que queremos creer o si, por el contrario, estas certezas se afianzan, de verdad, solo cuando vienen de una experiencia que nos hace fuertes, sí, pero también abiertos a nuevas posibilidades de crecimiento. Porque la duda nos deja abiertos a la verdad, por difícil que esta sea de aceptar. En realidad, la duda nos exige de cada uno reconfirmar que todo cuanto creemos o se nos ha hecho creer, es incuestionableÉ abiertos a que experiencias y datos posteriores puedan hacernos replantear una convicción.

¿Qué clase de vida sería la que se compone de una serie de presupuestos nunca puestos a prueba, por tanto nunca certificados como pertenecientes a nosotros, sino a otros cuya verdad hemos hecho nuestra sin serlo verdaderamente? Claro que es bueno que nos lleguen verdades más o menos inmutables o contrastadas mayoritariamente, pero siempre con la posibilidad de hacerlas nuestras, de convertirlas en nuestras verdades porque tras el proceso de reflexión-experimentación, ya no son verdades de quien las hemos aprehendido, sino que se han convertido en nuestras propias convicciones. Es lo que logra un buen maestro, cuando enseña a sus alumnos y logra que sus enseñanzas acaben por ser parte de las convicciones de sus alumnos.

Para quienes hayan llegado a leer hasta esta línea y aun sigan con el morro torcido pensando que existen verdades fundamentales que no resisten este análisis, les envido una perla mayor: la duda, es la madre de la convicción. Así de paradójico. Porque una vez que nos hemos peleado honestamente con nuestras dudas y claroscuros, el resultado es que existen mayores posibilidades de forjarnos un sistema de creencias más fuerte y duradero; y lo que es aun mejor, estaremos más permeables y flexibles a modificar el criterio cuando nuevas circunstancias aconsejen cuestionar, en parte o en todo, nuestras convicciones.

En este sentido, la duda se presenta como un ejercicio de madurez que nos impulsa a nuevos estadios de conocimiento conforme se presentan nuevas circunstancias a las que hay que hacer frente con el mejor criterio. La vida es duda, es opción que nos obliga a someter a nuestras creencias a la prueba de la verdad interior.

La duda apasionante y apasionada es un buen vehículo de convicciones y descubrimientos capaces de lo mejor del ser humano, pues se encuentran prestas a madurar y mutar en nuevas convicciones, si procede, o convertirse en bastiones de opinión fructíferos, pues tienen la suficiente consistencia como para desafiar modas y presiones oportunistas que evitan la muerte de la mente y el espíritu. Al contrario, el que nada duda, nada sabe, como afirma un proverbio griego; como para no para mantener una razonable duda sobre tanta certeza tan inconsistente como interesada.