Tras felicitar calurosamente a Obama por la muerte de Osama, el presidente Zapatero acaba de explicar en el Congreso que el líder de Al Qaeda se había buscado lo que le pasó por su sanguinario currículo de terrorista. Aclara el jefe del Gobierno español que "como demócrata" hubiera preferido su captura y posterior enjuiciamiento, pero no por ello deja de encontrar comprensible el hecho de que la fórmula elegida por Estados Unidos fuese algo más expeditiva, además de innegablemente cinematográfica.

Nadie, salvo los talibanes, va a llorar la muerte de un carnicero de masas tan aficionado a hacer correr la sangre de los demás como Bin Laden. Tampoco hay dudas de que el mundo será más seguro y habitable sin su presencia, por mucho que no existan los ejércitos de un solo hombre ni acaso haya garantías de que la hidra del terrorismo desaparezca sin más que cortarle la cabeza. Todo ello explica cabalmente la satisfacción que la noticia ha suscitado no sólo entre los gobiernos, sino entre las gentes amenazadas en todo el mundo por la multinacional del terror que lideraba este multimillonario saudí.

Más que el resultado, lo que tal vez se discuta es el procedimiento. La polémica es antigua. Se trata de discernir si el fin justifica los medios hasta el punto de autorizar a los gobernantes a saltarse la engorrosa mecánica judicial en nombre de la eficacia. Cualquiera que fuese la respuesta, sentaría un precedente. Si los gobernantes consideran, por ejemplo, que el historial de crímenes de Bin Laden justifica su ejecución extrajudicial, nada habría de impedir -en teoría- que la misma fórmula se aplicase a aquellos etarras que carguen con diez, quince o veinte cadáveres en su currículo asesino.

Alguna tentación hubo por aquí al respecto años atrás, pero no parece creíble que el actual presidente quiera restaurar la pena de muerte en España por esa tortuosa vía. Simplemente, Zapatero -co-mo antes Aznar y mucho antes Gonzá-lez- se ha limitado a apoyar con algún matiz de orden menor las decisiones de los gobernantes de Estados Unidos. Si hay que entrar en la OTAN, se entra; si hay que ir a la guerra, se va; y si es preciso justificar que otros hagan lo que uno jamás haría en su país, se justifica.

No es el caso de algunos ciudadanos de la propia Norteamérica, mucho más melindrosos y tiquismiquis cuando se trata de abordar estos dilemas morales. Se ha sabido, por ejemplo, que gran parte de la información que condujo al paradero de Bin Laden en Pakistán fue obtenida mediante interrogatorios que incluían la simulación de asfixia de los detenidos y otras técnicas abusivas que autorizó y puso en práctica el anterior presidente Bush. Paradójicamente, Obama prohibió el uso de esos métodos que, en apariencia, le han permitido apuntarse el tanto de la caza de Bin Laden: y con ello se ha abierto un debate tan inusual como arriesgado sobre la pertinencia de la tortura en la lucha contra el terrorismo. Discutir sobre la utilidad de los tormentos es algo así como abrir una polémica a propósito de las bondades de la Inquisición, pero éste no deja de ser uno más de los muchos daños colaterales que el terror viene produciendo.