Qué se le va a hacer, soy así de raro. Me gusta la música coral; los oratorios y las cantatas. Viajé varias veces a la Semana de Música Religiosa de Cuenca, que este año ha celebrado sus bodas de oro, las veinte últimas ediciones disfrutando de su fenomenal Auditorio en la Hoz del Huécar. Allí pasé veladas de enorme calado entre las partituras de Bach y Tomás Luis de Victoria, el protagonista de esta edición. En otras ciudades castellanas tampoco ha faltado la música renacentista o barroca. Zamora acogió a la Barokksolistene Ensemble con un concierto que aunaba las Pasiones de San Mateo y San Juan. En Segovia, con 29 ediciones del Festival de Música Sacra a las espaldas, se pudo escuchar la Misa Palatina del Archivo de Chiquitos.

Y en el sur. Úbeda, que con los calores de julio acoge el Festival Internacional de Música de Cine, esa que también me apasiona, alberga ahora su XXIII Festival de Música, que trae a la Berliner Kammerorchester con un programa de música barroca, o a la Nordwestdeustche Philarmonie con un programa Rachmaninov. Y en el norte. El Festival Mozart de A Coruña, por ejemplo, recupera Sesostri, rey de Egipto, del español Doménec Terrallases. A todo esto, los auditorios continúan sus programaciones estables, capeando la crisis. En Tenerife y en Las Palmas. En Murcia y en Valencia (ay, que el Palau valenciano acoge en un mes más música sinfónica que la que podemos disfrutar por estas tierras en años).

Por fin tenemos Auditorio. El próximo otoño será el primero en que disfrutemos de las nuevas instalaciones. No nos engañemos, tenemos continente, pero los contenidos distarán de la oferta de los recintos anteriormente mentados. La culpa no es de los políticos de ahora. Mucho menos de Vea Reig, la coordinadora. Todo esto viene de muy atrás. Y en estas estamos. Y en esas seguiremos.