Acción primaria y versión pueden, por supuesto, entrar en conflicto hasta culminar en desarrollos cuyo límite sólo lo ponen accidentes como la imaginación del guionista, el presupuesto del filme o las preferencias sobre metraje y complejidad que tenga el productor.

En el largometraje "La muerte de Bin Laden", a cuya proyección asistimos desde la madrugada del lunes, se pretende que los medios de comunicación sean los actores que den vida a los personajes encargados de desarrollar la versión oficial. Sólo conocen, por tanto, las escenas que les han sido reveladas en el libreto y deberían atenerse a ellas.

Según la narración oficial de los hechos, la residencia de un individuo acusado de terrorismo -técnicamente sería difícil ir más allá de una acusación de apología del terrorismo- es asaltada por un grupo de militares que, tras matarlo, suben su cadáver a un helicóptero y lo arrojan al mar. Tras conocer lo anterior, el mundo democrático respira aliviado por la muerte del acusado, al que asocia con miles de muertos, con un galimatías de siglas (11-S, 11-M, 7-J), con localidades que apestan a pólvora y sangre (Bali, Bombay, CasablancaÉ) y con guerras (Irak y Afganistán). Asimiladas las primeras líneas del guión, toca ahora desarrollar otra escena, la reflexiva, destinada a consolidar la anterior. Es la hora de señalar que el final de Osama refuerza a Obama. También que se cierra un ciclo de guerra al terrorismo iniciado el 11-S, aunque el yihadismo sigue siendo una amenaza. O que Pakistán debería dar alguna explicación de por qué protegía a Bin Laden, a quien tenía viviendo a cien metros de una comisaría y a 800 de una academia militar. O que la operación está sin duda vinculada a las negociaciones sobre el futuro de Afganistán entre EE UU, Pakistán, los talibanes y el gobierno de Kabul, así como al inicio de retirada de las tropas de EE UU, prevista para julio próximo.

Sin embargo, resulta fatigante seguir guiones ajenos. Así que es preferible proclamar que la historia oficial de la muerte de Bin Laden tiene resonancias a dictadura militar latinoamericana, desenlace en el océano incluido. O enumerar tres razones por las que Occidente la ha dado por buena. Primero, porque no le queda más remedio. En segundo, porque ha decidido que EE UU tiene derecho a vengar el 11-S. En consecuencia, ha respaldado una acción que carece de otra cobertura que no sea la capacidad del Pentágono para ejecutarla y que ni siquiera tiene el amparo de la "guerra al terrorismo" decretada por Bush. En tercer lugar, porque matar a Bin Laden, suscita el apoyo moral de los gobiernos de todos los países que han sufrido atentados yihadistas.

Y, ya fuera de guión, cabe regodearse en el fallo más evidente del guionista. Desconozco lo que señala el ordenamiento jurídico de EE UU, pero cientos de películas nos han enseñado durante años que sin cuerpo no hay muerto. De manera que, hoy por hoy, y a la espera de cómo decida EE UU proseguir la narración, Bin Laden es técnicamente un desaparecido. O mejor aún, sigue siendo un desaparecido. Lo era desde noviembre de 2001.