En Bombay, donde todos los días abren algo, acaban de cerrar la última fábrica de máquinas de escribir del mundo. Se acabó, se cierra un ciclo, desaparece un universo, muere un artefacto que ha durado menos que el lápiz, que la pluma estilográfica, que el bolígrafo. Nunca se fabricaron tantos bolígrafos como ahora. Apenas tuve relación con la máquina de escribir, tan mitificada por mis contemporáneos. Me parecía un armatoste excesivo. Y ponía entre la cuartilla y yo una distancia insalvable. Escribí con Bic negro punta fina hasta que me pasé al ordenador portátil, que siempre me pareció un medio caliente. Por si fuera poco, el portátil se puede cerrar, como las cajas de puros vacías de mi infancia, donde guardaba los secretos de entonces, que son los de ahora. Compraba estas cajas a la estanquera de mi barrio, por 20 céntimos, y fabricaba con ellas pequeños muebles llenos de huecos secretos.

Mis primeras novelas están escritas a mano. Hacía tres borradores antes de pasárselas a un mecanógrafo que me cobraba a tanto el folio. El hombre trabajaba por las mañanas en Correos y era un novelista frustrado. No comprendía que yo, sin saber escribir a máquina, lograra publicar. Confundía, como señalaba no me acuerdo quién, la escritura con la mecanografía. Siempre me produjo una aversión no confesada la Hispano Olivetti de mi padre, que se utilizaba sólo para hacer facturas. Una vez, de adolescente, intenté escribir con ella un poema y me salió una multiplicación. En las películas de periodistas las máquinas de escribir aparecían como verdaderos fetiches. Curiosamente, no comencé a escribir para los periódicos hasta que en las redacciones entró el ordenador, al que desde el principio sentí como un cómplice.

Con la máquina de escribir nos ha ocurrido lo que con el fax, que habiéndola visto (casi) nacer, hemos asistido a su funeral. Al contrario que el lápiz o la pluma (no digamos el bolígrafo) ha sido un paréntesis en la historia de la escritura. No sé si tiene algún significado que su óbito se haya producido en Bombay, donde mueren los místicos de Occidente. En todo caso, jamás comprendí la mística de ese artilugio al que mi padre dedicaba más cuidados que a mí.