Los presidentes y alcaldes que salgan del 22-M tendrán ante sí una comprometida papeleta: prestar servicios de calidad evitando la quiebra de comunidades y ayuntamientos. La crisis ha evaporado los ingresos públicos. El ajuste intenso en las administraciones regional y local viene demorándose por intereses electorales desde hace un año. Ahora resulta inevitable. Los tambores de guerra volvieron a sonar esta semana, con el Gobierno central metiendo en cintura a las autonomías. Con lo que están sufriendo los ciudadanos, lo menos que merecen es que se lo empiecen a decir con sinceridad y realismo.

El Gobierno central, pese a sus vaivenes, intenta predicar con el ejemplo. Ha reducido el déficit un 20% y embridado la deuda. No es suficiente para la causa de la estabilidad financiera. Queda que autonomías y ayuntamientos, remolones, hagan lo propio a fondo. Lo que ocurre estos días en Cataluña resulta paradigmático de lo que puede suceder aquí pasadas las urnas. Fue concluir las elecciones catalanas del pasado noviembre y el nuevo ejecutivo de la Generalitat descubrió un agujero mucho mayor del que admitían sus predecesores. Las cuentas oficiales, como las de Grecia o Portugal, eran mentira. La consecuencia: un tijeretazo al gasto de una crudeza sin parangón. Al menos hay que reconocerles la valentía de ser los primeros en hacerlo. ¿Que no habrá escondido debajo de las alfombras del resto de comunidades españolas?

La magnitud del ajuste draconiano que ha emprendido Mas asusta porque el destrozo a cubrir tiene proporciones descomunales. Cuando las barbas de tu vecino veas pelar... La Generalitat va a despedir a mil trabajadores de sus 253 empresas y es probable que cierre un centenar de ellas. Ha rebajado, por primera vez, un 10% su presupuesto y recortado un 6% los sueldos de los funcionarios. Hay tantas obras pendientes de liquidar que las anualidades comprometidas llegan al 2041, un exceso derivado de alambicada ingeniería de pago diferido aplicada a financiar necesidades nada extraordinarias como comisarías o escuelas. Hablan de prescindir de 10.000 sanitarios y también de maestros. A la desesperada, un centenar de expertos, incluidos catalanes, plantea devolver competencias de sanidad al Estado.

Lo imperdonable es que una parte de esa orgía ahora improrrogable se gestó en plena crisis. Las autonomías han duplicado su deuda desde el 2007, año del desastre, hasta la asombrosa cifra de 107.000 millones de euros. Las sociedades públicas regionales, cinco mil, han crecido un 61% en dos años. La proliferación sólo se explica porque muchos gobiernos, el asturiano también, las utilizan para centrifugar sus finanzas. Camuflan por esa vía facturas que no computan en los balances oficiales. En medio de la recesión, siguieron con las alegres contrataciones de personal para sostener el mercado laboral. Ciego remedio. No hay más que analizar las estadísticas regionales para comprobar que a más empleo público, menor riqueza. El desarrollo reposa en la iniciativa privada.

Hay baronías con gastos de representación mayores que los de Zapatero, gobiernos con 38.000 teléfonos móviles, altos cargos con pensiones vitalicias por ejercer dos años y aeropuertos para un vuelo al día o ni siquiera eso. Como escribió un reputado socialista ¿son comunidades autónomas o descontroladas? El desenfreno toca a su fin. Y lo peor: algunos temen que miles de facturas queden en el cajón porque los nuevos gobernantes tengan que asumir la imposibilidad de afrontarlas, estrangulando a empresas y pequeños proveedores.

Acercar la Administración al ciudadano es eficaz. El principio se pervierte cuando se toma como excusa para engendrar 17 émulos del Estado. Abordar con sinceridad, sin cálculos políticos, este espinoso asunto ni socava el modelo territorial ni dinamita el estado del bienestar, del que las autonomías se han convertido en locomotora. Al contrario, supone garantizar la pervivencia de ambos durante muchos más años.

El aterrizaje forzoso que nos espera el día siguiente a las votaciones constituye un foco de incertidumbre para el futuro económico. Quien deba arreglar el desaguisado seguro que empieza por exigir nuevos sacrificios. Por eso, por lealtad y respeto, los ciudadanos merecen conocer la verdad, no cínicos ejercicios de opacidad como los que han llevado a Cataluña a la calamitosa pesadilla en que se ve envuelta ahora.

La ministra del ramo, la socialista Salgado, teme medidas drásticas que le acarreen dentelladas de la oposición. El anterior consejero catalán de Hacienda, su compañero Castells, le aconsejó hace cinco meses que no actuara como Chamberlain. El británico, adalid del apaciguamiento, acudió a Munich en 1938 a pactar con los nazis. Cedió, fue humillado y engañado, y no evitó la guerra. "¿Sabes cuándo se paga el coste político?", se descarnó Castells. "Cuando por no hacer lo que hay que hacer todo salte por los aires". Efectivamente, demorar lo inevitable nunca soluciona nada: lo agrava.