No hay más que echar un vistazo a los balances contables de las empresas periodísticas para darse cuenta de que el de la libertad es un mal negocio. Al mismo tiempo que se contrae la facturación publicitaria del negocio informativo, las plantillas profesionales decrecen y los jóvenes estudiantes de ciencias de la información ven como se malogra el sueño de sobrevivir con dignidad, cuando no con éxito, en un orbe periodístico que habían idealizado. Y no se trata solo de una crisis económica que amenaza seriamente la solidez de las empresas; es la propia esencia de la profesión periodística la que está en peligro, abocada al flagrante escándalo ético o moral de una manipulación a veces consentida.

En muchas ruedas de prensa, los convocantes -por lo general políticos reacios a la luz intelectual- prohíben de manera expresa las preguntas, reduciendo al periodista a la condición de mero amanuense que acusa recibo de una serie de declaraciones sobre las que nadie puede pedir alguna clase de precisión invocando el derecho al conocimiento por parte de la opinión pública. ¿Se parece mucho este recadero de ahora a su colega periodista que ejerció la profesión en los entusiastas días de la transición y en los años de fervor democrático que siguieron? Probablemente solo en el salario, tan escaso como entonces, y en la angustia causada por el desarrollo de un trabajo que, a pesar de los recortes de la iniciativa profesional, sigue siendo tan maravilloso como estresante.

Durante el franquismo eran evidentes las restricciones a la libertad de expresión. Evidentes y al mismo tiempo comprensibles, por tratarse de una dictadura. Lo sorprendente es que una vez asentada la democracia, los medios de comunicación se estén convirtiendo en víctimas de una libertad que sin duda ayudaron a instalar entre nosotros y que ahora se vuelve en su contra porque los políticos quieren convertir los periódicos en un simple tablón de anuncios. A los políticos españoles les gustan poco los periodistas y eso se nota en esas ruedas de prensa en las que el tipo del atril les dicta sus declaraciones con un ritmo profesoral, aburrido y premioso que a veces recuerda el pegadizo estribillo pedagógico de las viejas escuelas del franquismo. El jefe de prensa del político de turno reparte al mismo tiempo entre los redactores el dossier con el asunto de la convocatoria y los folios conteniendo las manifestaciones que va leyendo su jefe con monótona y odiosa falta de naturalidad. Se pregunta entonces el periodista cuál es su papel si en realidad se limita a encajar las declaraciones del político de turno con la misma fe obligatoria que si se tratase de un sacramento.

Concurre luego la circunstancia de que los potenciales compradores de información se retraen de leer periódicos, no solo porque los políticos hayan evitado inculcarle a la opinión pública el hábito de la lectura, sino, y sobre todo, porque por el origen de la información el público desconfía de que sea lo bastante fiable como para gastarse en ella un dinero que siempre resulta escaso. Yo me fijo en las redacciones de los periódicos y me pregunto qué hacen tantos redactores sentados en sus mesas a unas horas del día en las que la actualidad anda a pie por la calle. Me pregunto también entonces si esa aglomeración diurna en las redacciones será en el fondo la representación alegórica de la decadencia de una profesión callejera que empieza a convertirse en un aburrido y sedentario trabajo claustral.

Por eso a veces recuerdo los días del periodismo exultante y combativo de la transición y de los años aún candentes que vinieron luego, lo comparo con este oficio pasivo de ahora y me planteo la duda de si a este ritmo de retirada de la calle y de recogimiento conventual pasarán muchos años antes de que los edificios de los periódicos se vean complementados con una torre aconfesional en cuyo campanario la única noticia fiable sean los huevos que entre horas pongan las palomas. La verdad es que creo que a este paso nos quedaremos sin tener noticias del periodismo.