Matalafer. Llegaba el colchonero a la casa con sus varas de sacudir y con un bulto donde escondía los enseres de costura. Era el "matalafer" requerido para revitalizar los colchones enflaquecidos a causa de haber perdido levedad los copos de lana. Y por ello al apelmazarse ganando dureza, no se podía dormir a pierna suelta. ¿Qué hacía ante tal situación el hombre de las varas? Abría el colchón por una de sus costuras laterales y, extendiendo la lana en el suelo, procedía a varearla con dureza y al tiempo que deshacía las hebras, chocaba las varas con ruidosos golpes, cosa que no podía yo entender. ¿Sería para hacer saltar los vellones prendidos en ellas? Así con semejante rito, sonoro y extraño -ejercicio de suprema flagelación dada a esponjar la lana- el vareador seguía y seguía apaleando el montón de sus cuitas hasta comprobar un detalle. Consistía en lanzar unos copos al aire, ayudándose de las varas, por verlos caer lentamente, cual esas nevadas pacíficas que nos pinta la Navidad. Entonces el colchonero cosía de nuevo el colchón -firme costal bien relleno- y lo comprobaba tanteando su blandura. Y respiraba tranquilo de haber hecho algo importante. ¿Mas podía envanecerse de romper y rehacer? Vana ilusión. Porque cuando alguien destruye su obra y debe iniciarla de nuevo, se le comenta con sorna: "Estás fent el ofici de matalafer, desfer i fer".

Nabero. Acudía desde la ciudad vecina de Crevillent, llegando a Elche, antes que el mercado abriese sus puertas. Se colocaba fuera del edificio de abastos, extendiendo sobre un saco, su grata mercancía: unos finos nabos "manteca pura" según decía mi abuela. ¿Y qué tenían estos nabos que, para ciertos gustadores, deberían ofrecerse en bandeja de oro? Eran finos y pequeños, como uno de esos misterios de la naturaleza donde la tierra, el agua, el clima y la simiente, dieran el producto puro, deseable, excepcional. Mi abuela me enviaba a por ellos como si su olla de cocido no tuviese buen fin sin los nabos mágicos de Crevillent. ¿Sería manía suya -junto a la de otras amas de casa- consumir esta raíz, como mandrágora prodigiosa? He renunciado a saberlo. Mas lo que sí nos trajo el paso del tiempo fue que la venta directa del nabero se acabó de golpe. Y los nabos de Crevillent pasaron a despacharse en los puestos de verduras del mercado perdiendo su voz propia entre otras especies. Se acabó, por tanto, aquella estimación y aureola con que yo viví su entrada en la cocina de casa. Nos abandonó el paisanaje amable del nabero. Y yo evoco apenado, que nunca más volvería con su saco de ensoñadores nabos. Al amanecer. ¡Cuando brincaba gozosa nuestra ciudad!