No se puede parar el debate nuclear después de lo que está pasando en Japón. Sería algo así como dejar de hablar del cuestionamiento de las farmacéuticas después del fiasco de un medicamento letal. Y ha habido bastantes casos de estos.

El problema consiste, parece ser, en evaluar costes y beneficios, riesgos y ventajas, de una energía que tiene evidentes problemas para ser controlada. Es cierto que técnicamente su control es posible, pero hay otros aspectos importantes que no están resueltos: los riesgos a que se ven expuestas las centrales, sean riesgos naturales, guerras, atentados o fallos humanos, y por otra parte, está el problema de qué hacer con los residuos, cuyos efectos mortíferos se prolongarán por decenas de miles de años como una huella imborrable de nuestra forma de afrontar la vida en este planeta. Por otra parte, se puede discutir si esta fuente de energía es necesaria o si, en el horizonte de los próximos veinte o treinta años, hay alternativas viables.

Muchos dirán que es mejor desterrar las centrales nucleares, estableciendo plazos para el cierre de las que están en funcionamiento e impidiendo la construcción de otras nuevas. Normalmente a esta tesis se acompaña la propuesta de que hay que invertir más en energías alternativas, blandas y limpias. Y ciertamente el futuro pertenece a este tipo de recursos, pero en el momento presente, en que la energía barata es condición necesaria para seguir creciendo, especialmente por parte de los países en desarrollo (y para mantener el estilo de vida occidental) así como para salir de la fosa de la crisis, la pregunta es si las energías alternativas son suficientes y asumibles en términos de coste económico.

Se dirá que las energías limpias serían más baratas si a ellas se destinara más dinero en investigación; pero se trata de un desideratum que no parece tener eco, aquí y ahora, en los que tienen que invertir. Hay otras propuestas, que más bien suenan a recomendaciones bienintencionadas, como las que animan a la gente a restringir el consumo cotidiano. Creo sinceramente al respecto que sería admirable que cada cual tratase de evitar el despilfarro y la estridencia consumista, pero no creo que se alcanzaran resultados significativos a gran escala.

Lo que demuestra el fiasco nuclear de Japón es que la energía no es algo que fluye más allá y al margen de las condiciones de vida, sino que está vinculada al modo de producción existente, que hoy es, a lo largo y ancho del planeta, un modelo capitalista y consumista. Todas las ideologías fuertes, liberales o comunistas, es decir, todas las ideologías vinculadas a una idea de progreso, de desarrollo y de crecimiento, fueron y son amantes de la energía nuclear. Tanto en Europa y Estados Unidos como la Unión Soviética y sus satélites. Ahora toca el turno a los países en plena explosión desarrollista, y por qué no, a la miríada de otros países que necesitan energía barata para continuar creciendo.

Así que no hay salida ni remedio. Antiguos marxistas, reconvertidos en anti-nucleares, como Carlos Taibo, promueven el ascetismo en el consumo como remedio. Viejos ecologistas, por el contrario, como Lovelok, se pronuncian hoy por la energía nuclear como salida, aún sabiendo que la muerte del planeta es inevitable.

Está muy bien que se discuta y que unos y otros tiren de un lado u otro de la cuerda, pero el dilema es otro, desolador: porque si el mundo no va a parar en su objetivo del crecimiento, la energía que se empleará será la más barata, no la más eficiente. Y si, por el contrario, el objetivo es proteger el planeta a toda costa, entonces el problema es si esto se consigue con una democracia o con una dictadura.