El congreso de los Estados Unidos está tramitando un cambio en la legislación que afecta a las patentes para adaptarlas a las prácticas comunes en la mayor parte del planeta. El titular de la patente sería el primero que registra el invento y no quien lo ha llevado cabo. Se podría pensar que eso tiene poco que ver con la ciencia pero no es así. Durante los dos siglos que siguieron a la creación de oficina de patentes en Washington, se consideraba que los seres vivos, al igual que las ecuaciones matemáticas y los procesos naturales, no pueden registrarse. En un juicio ya célebre, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos reafirmó ese criterio en sentencia del 16 de febrero de 1948 al juzgar si una combinación de bacterias es o no patentable. Como decía el auto, las bacterias son manifestaciones de las leyes de la naturaleza, libres para todos los hombres y no reservadas para ninguno de ellos. Pero el mismo tribunal falló de manera distinta en 1980, al llegar a esa instancia el pleito de la General Electric contra la oficina que le denegaba la patente de otra bacteria, capaz de alimentarse de petróleo en esta ocasión, ya que el organismo había sido modificado de forma artificial.

A partir de ahí, se abrió la caja de Pandora. En 1985 la Patent and Trademark Office aceptó inscribir todo tipo de hallazgo acerca de plantas y semillas que hayan sufrido manipulación genética. En 1987 las patentes se extendieron a los animales que procedían de los laboratorios y, así, un año más tarde la universidad de Harvard patentaba el oncomouse, un ratón transgénico modificado mediante el añadido de un gen capaz de hacerlo más susceptible al desarrollo de tumores.

En 1991, la oficina estadounidense recibió 4.000 solicitudes de patentes de secuencias de DNA que se habían convertido en medio millón cinco años después. Continúa habiendo pleitos y, de tal forma, la empresa Myriad perdió el año pasado siete patentes ligadas a genes que tienen que ver con el cáncer de ovario. Pero los problemas a los que me quería referir son otros.

Cuando Joany Chou, de la universidad de Chicago, descubrió -de forma accidental, por cierto- un gen del virus simple del herpes cuya mutación bloquea los efectos en el sistema nervioso central del huésped infectado, la universidad de Chicago patentó ese alelo sin incluir a Chou entre los propietarios de los derechos.

El juez que vio la demanda de la investigadora en defensa de su trabajo dictaminó en contra de ella sosteniendo que el hecho de realizar un descubrimiento científico es irrelevante para el poder obtener una patente sobre él. Semejante criterio, que es probable que parezca de lo más injusto a cualquier investigador, se seguirá a la postre sin necesidad ya de sesudas sentencias si la ley de patentes estadounidense es modificada por el Congreso: lo que cuente no será descubrir algo, sino llevar a cabo el trámite de inscripción del invento.

Al margen de los lamentos acerca de la poco comprensible lógica de las leyes, es lo que hay. Tal vez eso explique por qué, en términos generales, los científicos ganan bastante menos que los abogados.