Hay que reconocer que Alarte no lo ha tenido fácil. Desde su nombramiento como secretario general del PSPV ha tenido que batallar contra sectores y familias de su partido que desde diferentes lados y por idénticas razones no le han dado tregua en su intento de minar su posición y de recuperar lo que sienten perdido, aunque propio por derecho casi natural. Por si esto no fuera suficiente, lejos de contar con el impulso de la marca PSOE y de la popularidad del presidente del Gobierno o de la gestión del Ejecutivo, se ha encontrado a las puertas de unas elecciones autonómicas, las primeras que debe afrontar, con un partido en horas bajas, cuya mención resta más que suma y cuya política de coqueteo con el liberalismo en su esencia más pura, le ha privado del lenguaje y programa clásicamente socialdemócrata, que nadie en su sana razón puede ahora utilizar invocando el nombre del PSPV.

Así las cosas, malos augurios y pocas esperanzas hay de que Alarte pueda siquiera igualar los números de su antecesor Pla, que ya cayó bajo en la estimación popular y que hubo de marcharse por la puerta de atrás después de un episodio nunca suficientemente explicado, ni reclamado curiosamente por el PP. Porque Pla perdió con un PSOE en alza, con la fuerza y tirón electoral de un Zapatero aún investido de una aureola de genio renovador que no había sido detectada en su fragilidad y vacuidad. Exigir ahora a Alarte mejorar aquellos resultados o tomarlos como referencia para medir su gestión del PSPV es jugar con ventaja, con las cartas marcadas, olvidando aquellos que lo hagan, los mismos que han llevado a su organización a la situación en que se encuentra, que el declive es culpa exclusiva de ellos.

Y, en este marco, hay que reconocerle a Alarte haber acreditado valor en la confección de las listas autonómicas, en las cuales, consciente de la responsabilidad grave en el deterioro del PSPV del llamado lermismo, los ha relegado a una posición impuesta por exigencias de mera subsistencia de un partido que merece más y que no puede quedar sometido a la disposición personal, al uso interesado de un grupo que, huérfano ya hace años de ideas, se había convertido en una máquina de control y de clientelismo hacia adentro, lo que a veces, demasiadas, y en ciertos casos había combinado con ciertas relaciones exteriores no siempre dignas de crédito. Muchas cosas se han publicado al respecto y ninguna de ellas, curiosamente, fue nunca desmentida. Alarte, en este sentido, ha desbancado de las listas a quienes las han corroído en estos últimos años, usurpando el PSPV para otros fines, distintos de los que definen un partido político. Clientelismo, como he dicho, hacia adentro, creando mayorías para la mayor gloria de unos pocos. Relaciones externas peligrosas que han situado a unos cuantos en todos los desaguisados conocidos. Nombres repetidos en los mismos lugares que se han considerado poco recomendables en el adversario. Por fin, tras mucho tiempo de mantenerse, Alarte los ha reenviado al anonimato, un anonimato que para muchos es sinónimo de paro y contra el que van a batallar con todas sus fuerzas.

Sin embargo, Alarte ha mantenido en las listas a imputados en contra de los principios que airea y, a su vez, ha confeccionado o ha aceptado confeccionar las que ha impuesto con los mismos criterios que rechaza en los que ha expulsado. La fidelidad de los designados a su persona es el elemento común. Y tampoco ha dudado en interpretar un papel sospechoso frente a Asunción, en unas primarias más que rechazables porque así lo fueron los censos ignotos que se alzaron cual arma arrojadiza contra el adversario. Ha realizado una labor de limpieza necesaria, pero ha utilizado los mismos defectos que imputa a aquellos que ha expulsado. Ha perpetuado los mismos procedimientos que ha criticado, imitando una forma de hacer política que insiste en hacer normal lo que no es y que parece inspirarse en una suerte de fe en los mal llamados liderazgos. No son importantes los proyectos, sino las personas. No hay elecciones, sino plebiscitos. Entrar en ese juego significa asumir los riesgos que le son propios incurriendo en una suerte de fatalismo que parece sostener que no hay otro comportamiento posible o que, sencillamente, al poder le interesa y conviene esta manera de gestionar un partido.

Alarte no podrá superar la prueba de las urnas. Nadie lo duda. Todos los elementos le son adversos. Malos tiempos, pues, para quien ya tiene encargado su funeral por parte de los que antes mataron toda esperanza, por los que no han cuidado al PSPV o lo han hecho en su propio beneficio. Los ahora relegados no van a esperar demasiado para atacar, tras practicar como nadie la poliorcética conservando sus posesiones con paciencia casi heroica. Ya están trabajando para el día después, su día, aquel en el que, tal vez con refuerzos, recuperen de nuevo la inanidad de una organización que desde hace años han debilitado los expectantes constructores de la nada.