Cuentan los sabios que un euro gastado en la conservación de los edificios y las obras públicas construidas, evitan diez en tenerlas que reparar si las abandonamos; y unos veinte, si tenemos que construirlas de nuevo para sustituir las mismas funciones que prestaban. No sé si los sabios manejan cifras fiables o se encuentran equivocadas en más o en menos, poco importa, porque lo realmente importante es la esencia de lo que nos cuentan y nos quieren transmitir; y en eso, créanme, no se equivocan en absoluto y tienen toda la razón.

Sin embargo, tal vez por su carácter existencial efímero, los políticos que nos dirigen tienen escasa sensibilidad frente a la conservación del patrimonio construido, y les gusta bastante más las obras nuevas que mantener las viejas, lo cual por otra parte, todos somos humanos, resulta absolutamente comprensible.

No obstante, respecto a lo dicho anteriormente, en el presente, puede decirse que los políticos comienzan a considerar una excepción el patrimonio monumental protegido, por el que tienen y sienten una cierta predilección como escenario donde captar beneplácitos y votos; y sobre el mismo suelen verter los caudales públicos, a veces sin ton ni son, jaleados por un público que, en mi humilde opinión, tiende a confundir las churras con las merinas, bajo la batuta de algún encantador de serpientes que se empeña en materializar restauraciones estúpidas, derrochando el dinero de los contribuyentes a manos llenas. Algunos ejemplos notables existen en todas partes y, en nuestro entorno, también.

Si dejamos a un lado el patrimonio monumental y nos centramos en la humilde conservación del patrimonio cotidiano de andar por casa, donde la captación de votos ya no resulta tan atractiva, la cosa ya no pinta tan clara, pues hay que ser políticamente muy valiente y tener los conceptos claros y unas ciertas dosis de sentido común, para invertir en su conservación renunciando a las obras nuevas que es lo que al respetable parece privarle. Cuidar y conservar el patrimonio de las obras públicas grandes y pequeñas, supone arrimar el hombro seriamente en hacer sostenible el mundo en que vivimos, hacer caso a los sabios que mencionaba al comienzo de este artículo, y dejar aparcadas las chorradas camperas que uno tiene que oír todos los días a propósito de la sostenibilidad, incluidas las que dice el Código Técnico de la Edificación actualmente en vigor, responsable de más CO2 del que trata de evitar con sus normas y articulado de nuevos ricos.

Sin embargo, predicar la conservación de lo construido en vez de acometer la construcción de obras nuevas en época de vacas flacas suena a tongo, y se asimila francamente mal por los ciudadanos. El ciudadano que viene de una época de vacas gordas cree, frente al conservacionismo, que se le está tomando el pelo, que una obra nueva siempre será mejor que una obra vieja que se mantiene por bien que pueda encontrarse y, en el fondo, no deja de tener ciertas razones para pensar así, porque nadie, y menos los políticos, le han mostrado el camino correcto del conservacionismo inteligente y las bondades que rezuman los consejos de los sabios ahorradores, salvo cuando no tienen un euro para invertirlo en obras nuevas, tal y como sucede ahora.

El despilfarro que hemos cometido todos, los unos y los otros, en aplaudir sin mesura arquitecturas faraónicas y obras públicas fuera de escala, creo que ha entrado en un dique seco del que nos va a costar salir; sobre todo si los bancos y las cajas, en vez de premiar a ejecutivos incompetentes y presidentes que no sirven para nada salvo para salvarse a sí mismos, no asumen en sus balances los errores cometidos y se ponen las pilas de una puñetera vez, financiando proyectos que generen de nuevo trabajo y riquezas.

No sé por qué he soltado este rollo previo, cuando realmente lo que quiero decir es muy simple: los ayuntamientos deben plantearse una política inteligente en la conservación de su patrimonio construido, el grande y el pequeño, dejando la política constructora de las obras nuevas para situaciones muy cuidadosamente meditadas, y si es posible, materializando con ellas infraestructuras productivas, si desean hacer municipios sostenibles económicamente, adaptándolos a sus capacidades reales con un trabajo serio y meticuloso, en el que los votos se ganen día a día, en vez de buscarlos en inauguraciones costosas de tiempos y dineros.

Un buen ejemplo de obra excelente podría ser el depósito de tormentas, recientemente inaugurado; y de obra fallida, circunstancial y que no aborda el problema en su verdadera magnitud, podría ser la entrada sur de Alicante. Veamos también otros ejemplos más humildes donde se puede y se debe aplicar lo que hemos expuesto anteriormente.

El polémico colegio Manjón Cervantes de Alicante, indudablemente tiene sus años y adolece de las cualidades con las que en el presente se proyectan y construyen los nuevos colegios; y lo mismo le sucede y podría decirse del 80% de todo el parque de viviendas, y de la mayoría de los edificios oficiales que existen en nuestros pueblos y ciudades: ¿debemos por ello tirarlo todo y empezar de nuevo?

La respuesta es tan evidente, que me resulta imposible llegar a comprender y discernir hasta qué punto pueden tergiversarse y manipularse las situaciones y las cosas, para que no se haya rehabilitado ya y puesto en servicio el dichoso colegio en beneficio de alumnos y profesores, padres sensatos, y el barrio que lo está pidiendo a gritos, en vez de tener que subsistir en barracones apilados fuera de su hábitat natural.

Y si quisiéramos buscar en nuestro entorno otro ejemplo emblemático de algo absolutamente opuesto al conservacionismo que defendemos, ese que lamentablemente es ignorado por nuestros ayuntamientos en las obras públicas de su municipio, sin lugar a dudas la pasarela metálica de San Juan de Alicante, cruzando la N-332, podría aspirar a llevarse el primer premio.

El grado de deterioro que presenta la pasarela alcanza cotas insospechadas, fruto de una desidia impresentable de la que me siento un poco culpable; pues si cuando el Ayuntamiento me preguntó si la pasarela podía caerse, con el tráfico peatonal cortado por temor a que así fuera y los ciudadanos de San Juan indignados y protestando, tenía que haberle dicho que sí, que se podía caer, en vez de decirles que podía restaurarse sin problemas de tipo alguno, y que mientras organizaban los trámites para hacerlo, bastaba una pequeña red para resolver sus problemas de seguridad funcionales y restituir el tráfico cortado aplacando así las iras de mis convecinos, puesto que las reservas estructurales de la pasarela se mantenían y se siguen manteniendo intactas. La restauración ha consistido en colocar la red y esperar a que se caiga.

Quizás ustedes no lo sepan, porque el tiempo todo lo cambia y todo lo supera, pero la pasarela de San Juan, junto con la de Vistahermosa (que por cierto se han cargado su diseño sin pestañear vulgarizándola burdamente con la posible excusa de poner un apoyo intermedio mal resuelto), allá por el comienzo de los años ochenta, merecieron el primer premio SERCOMETAL, uno de los premios más prestigiosos que se concedían en España por aquel tiempo en el campo de las estructuras metálicas, para aquellas estructuras que aportaran alguna novedad conceptual en su diseño y las pasarelas, aunque en su humildad no lo parezca, lo aportaron. El padre de la criatura principal fue el ingeniero y catedrático de la UA ya jubilado, Luis Martínez, con el que tuve el placer de colaborar en el diseño y construcción de las pasarelas, que por primera vez presentaban un arriostramiento del cordón comprimido de sus vigas maestras al pandeo (las barandillas), formalmente integrado en su diseño estético con sus triangulaciones romboidales, al mismo tiempo que se empleó también por primera vez el policarbonato como elemento protector al viento de los peatones cuando atravesaban las calzadas, desgraciadamente fallido y desaparecido.

Sin embargo y probablemente, nuestro alcalde de San Juan, y su concejal de Tráfico, lo que realmente están esperando y deseando, en vez de restaurar la pasarela, es que se arruine de una maldita vez y así, de esta forma, colocar un nuevo semáforo más, como los que han colocado en la Santa Faz y acabar de arruinar todo lo conseguido con el dineral invertido en la avenida de Dénia, porque algún iluminado quiera y desee convertirla en un bulevar donde pasear idílicamente, sin haber resuelto previamente el transporte público de miles de ciudadanos que la necesitan para llegar cada día a su trabajo, entre los cuales me encuentro, compartiendo los atascos que se originan en los dichosos semáforos mañana y tarde.

Posdata: Todos estamos más contentos porque Alicante está más guapa con los carteles desaparecidos de la avenida de Dénia: Felicidades. Lástima que los hayan trasladado a San Juan para adornar los espacios verdes y servir de publicidad a los rostros políticos para las nuevas elecciones municipales. Sigo creyendo que los postes publicitarios incumplen la ley por exceder la altura permitida, que estimo limitada por las normas urbanísticas a la altura de los edificios en cuyo entorno se ubican los malditos postes, pero nunca más alta que ellos.