España es un país en construcción, en obras, en reforma permanente, donde cada día se pare un cambio para el siguiente deshacerlo y reformularlo en otro sentido. El rechazo a Zapatero no tiene su exclusiva causa, entiendo yo, en una situación económica adversa, pues muchas veces hemos atravesado por crisis semejantes sin que los gobernantes sufrieran un descrédito parecido. Creo, por el contrario, que esta reacción contra quien hasta hace poco aparecía como un personaje fresco y lleno de buenas intenciones, tiene una causa más profunda y radica en la inseguridad permanente en la que nos hemos instalado, en la provisionalidad en la que nos vemos inmersos en casi todos los órdenes de la vida. Zapatero y sus sucesivos gobiernos han destacado por su carácter fuertemente político, tal vez en exceso, pero como malos gestores o, mejor dicho, como pésimos gestores que siempre despreciaron esta faceta de la buena administración.

Los problemas a los que se han enfrentado en ámbitos como la economía, la justicia, la sanidad, la educación, la división territorial del Estado, etcétera, siempre han encontrado una solución parecida: la reforma integral y en profundidad de lo que en muchas ocasiones no precisaba de una reforma, sino de una correcta administración o de una adecuada inversión. Pero, el Gobierno, desatendiendo esta labor, parece que oscura aunque eficaz, ante cualquier problema desarrollaba una salida imaginativa, elaborando una ley que denominada de forma ampulosa y llenaba de novedosos conceptos, normalmente opuestos a los vigentes. Así, por pura lógica y porque es imposible reformarlo todo, se ha incurrido con frecuencia en precipitación y en una cierta radicalidad artificiosa en muchos de los cambios introducidos, de dudoso nivel técnico. Porque, en realidad, por tratarse de medidas políticas que cumplían una función de esta naturaleza, no importaba tanto la eficacia de lo propuesto para ofrecer una solución realista, sino la capacidad de la norma para generar una apariencia de cambio, de genialidad innovadora.

Y de este modo, buena parte de las reformas dispuestas en estos años, por gozar de un fin meramente mediático y relegar o ignorar su real operatividad en un campo determinado, así como por, normalmente, hacer tabla rasa con lo anterior y existente, han fracasado o están en ese camino. Lo que existía era dejado sin efecto, sin siquiera probar a hacerlo eficaz mediante una inversión y gestión adecuadas. Lo mismo se ha llegado a hacer con reformas concretas, que han sido de nuevo reformadas antes de ponerlas en práctica. Porque lo importante no era el cambio real, sino la ley misma, de modo que hecha ésta se creía resuelto el problema. Con la ley, terminaban su función. Y dormían plácidamente con la satisfacción del deber cumplido.

Pero si siempre es insuficiente una ley para solucionar problemas, pues no pasa de ser un instrumento o medio que debe aplicarse adecuadamente, menos lo es cuando se busca con ella una cierta estridencia o choque cultural. Si se reforma persiguiendo por encima de todo publicidad e innovación casi de manera obsesiva, se incurre en el defecto de no cuidar la legislación y de que ésta, lejos de ser operativa, se formule en términos meramente programáticos, generando situaciones de inseguridad en quienes han de aplicarlas, al carecer las normas de unos contornos objetivos definidos. Es por ello, como causa inevitable, por lo que buena parte de todo lo reformado se encuentra sumida en la incertidumbre, en un proceso inconcluso efecto de la improvisación. Lo nuevo sigue sin funcionar y lo más grave es que no se sabe muy bien hacia donde conduce lo que se quiere. Se hace la ley, se impone la ley, pero se olvidan los medios para aplicarla, conviviendo a veces dos modelos contrapuestos y contradictorios. Todo, pues, parece consistir en un gran invento sin final y sin procedimiento establecido. Estamos en construcción y la inseguridad es un elemento característico de la España actual. Y que quede claro que no niego que hiciera falta reformar determinados sectores de la sociedad, pero también afirmo que muchas cosas funcionaban adecuadamente y bastaba con gestionarlas correctamente.

Porque, como colofón, a todo lo dicho hay que sumar un dato muy preocupante y que sin duda era inevitable y previsible. Como hoy la crisis impone su propia realidad y no hay financiación suficiente para desarrollar las nuevas leyes, en lugar de renunciar, como sería lógico, a seguir adelante con las reformas anunciadas, lo que sería obligado por responsabilidad, se empeñan en ir adelante al precio que sea y ese precio, desgraciadamente lo están exigiendo a aquellos que menos poseen, los más desprotegidos. Así está sucediendo en la justicia, la educación, las pensiones y la sanidad. De este modo, las reformas están produciendo un papel opuesto al que afirman querer producir, perjudicando a quienes se dice que se quiere beneficiar. La nómina de afectados es tan grande que el rechazo es inevitable, pues hay pocos sectores en los que la furia reformadora no haya dejado su huella y se padezcan sus consecuencias.