Se ha planteado por algunos políticos la necesidad de analizar el concepto de "imputación penal", al considerar que el uso que se hace del mismo afecta seriamente el derecho a la presunción de inocencia de los políticos. Coincido en general en la conveniencia de delimitar las acepciones y finalidades de aquel concepto procesal, así como de concretar sus efectos, pero me preocupa profundamente que cualquier reforma se haga movida únicamente por las consecuencias que produce dicha situación procesal en el ámbito político. Actuar de ese modo podría interpretarse como un intento más de ampliar el ya amplio marco de impunidad en los delitos de corrupción. El problema en España no es, precisamente, la afectación de los ya excesivos e injustificados derechos de los políticos, sino la dificultad extrema de su persecución y condena.

No obstante esto último, y como quiera que el debate ha sido abierto, bueno es entrar en él, pues no es arriesgado afirmar que es necesario reformar un concepto de tal importancia como el de imputado, delimitando claramente el doble ámbito en el que opera y que hoy aparece confundido. Por un lado, el derecho de defensa. Por otro lado, la afirmación de indicios suficientes sobre una persona y su sujeción a un proceso penal.

En diciembre de 1978 y en respuesta a la situación existente bajo el franquismo, se consideró conveniente anticipar la adquisición de la condición de imputado al momento inicial del proceso, naciendo ésta cuando se dictara una resolución judicial que diera lugar a la apertura de una investigación delictiva. Se suprimió, pues, el procesamiento como forma ordinaria y general de adquirir el estatuto de imputado, siendo suficiente para atribuir tal condición, por ejemplo, la admisión judicial, que no la simple interposición, de una denuncia o querella. Esta reforma tuvo como objeto directo garantizar el derecho de defensa de quien se viera sometido a una investigación, permitiéndole participar en ella y evitando, como había sucedido durante los años anteriores, que se hiciera inquisitivamente a sus espaldas. Pero, es lo cierto, que esa condición de imputado, por no exigirse un alto grado de sospecha en su fundamentación, dada la necesidad de adjudicarla de modo inmediato para evitar la indefensión, no es en muchos casos suficiente para exigir sobre su base consecuencias directas o indirectas. Es más, depende en ocasiones excesivamente de la voluntad de terceros que la pueden usar con fines espurios. Lo que útil para el derecho de defensa, no tiene por qué coincidir con otros fines.

Adolece nuestra legislación de una clara diferenciación entre la imputación inicial e inmediata, que debe mantenerse y reforzarse aún más si cabe para asegurar el derecho de defensa y una imputación judicial, formal, que explicite un nivel suficiente de elementos de sospecha que permitan presumir que el afectado puede racionalmente haber participado en la comisión del delito. Una decisión que impute con base en los actos de investigación practicados y valorados judicialmente.Sería necesaria, por tanto, una resolución judicial, autónoma o no, pero similar al procesamiento que produjera los efectos típicos de éste y cuya finalidad no sería ya exclusivamente la de garantizar la defensa, sino la de sujetar al inculpado al proceso en esa calidad, manifestando la existencia de suficientes indicios en su contra, que no de pruebas pues no es el momento procesal para ello. La interrupción de la prescripción, sin embargo no debería vincularse, como ha hecho la última reforma del Código Penal, a esta imputación formal, pues tal actuar dificulta la investigación en delitos de corrupción que ven incrementada su ya alta impunidad, sino dimanar de cualquier resolución que responda a una petición de persecución delictiva. Si hay voluntad de perseguir, debe interrumpirse la prescripción.

La resolución formal de imputación no puede coincidir con el auto de transformación de las previas en procedimiento abreviado, ya que, aunque obviamente constituye una imputación comprobada, se trata de una medida tardía, pronunciada al final de la investigación a modo de resumen de esta fase. La resolución imputatoria debería pronunciarse inmediatamente, una vez que las investigaciones revelaran la existencia de indicios suficientes. Ese auto no habría de pronunciarse, lógicamente, cuando en la causa se adoptara una medida cautelar -detención judicial o prisión provisional-, o se ordenara un acto de investigación limitativo de derechos -intervención telefónica o entrada y registro domiciliarios por ejemplo, pues estas resoluciones, como es sabido, ya incluyen una motivación basada en indicios suficientes y proporcionales a la gravedad de la medida restrictiva de derechos, por lo que en sí mismos incorporan una imputación formal.

De llevarse adelante una reforma en este sentido o similar, los partidos políticos deberían comprometerse a asumir las consecuencias que habrían de derivarse de una imputación judicial que afirmara una sospecha cierta. Y, al menos, habrían de aceptar no incluir en ninguna electoral a quienes aparecieran como inculpados por decisión judicial. Pero, mientras ello no suceda, se debe considerar imputados a todos los que la ley así califica, aunque la finalidad de la resolución sea en algunos casos la de preservar el derecho de defensa. Donde la ley no distingue, nosotros no podemos distinguir dice un viejo principio jurídico. Y, en todo caso, aunque la ley se modificara, tampoco dejarían de ser imputados aquellos que hoy más claman por el respeto a su presunción de inocencia y que, con imputaciones graves y serias, se han incluido en listas electorales.