Vuelo con Rynair. Sólo lo había hecho una vez años atrás y me provocaba expectación. De un tiempo a esta parte, la compañía irlandesa no deja indiferente a nadie. Su fórmula está comiéndose buena parte de la tarta. Al Altet le ha aportado en el último ejercicio tres millones y pico de pasajeros de los nueve millones largos que acogió, un 35 por ciento más que en 2009. Por situarlos, Iberia movió quinientos cincuenta mil. A estos datos categóricos hay que contraponer la tensión que generan no pocas de sus condiciones a la hora de hacerse con un billete y la puesta en escena posterior, ya en el lugar de autos. Bajo este áurea me meto en el ordenador dispuesto a dar todos los pasos y a imprimir la tarjeta de embarque porque prefiero no jugármela a pesar de la reciente sentencia. Cuando la adquisición se encuentra a punto de caramelo, salta una ventanita con unos cuantos puntos de obligado cumplimiento donde uno de ellos llama francamente la atención. Para poder continuar has de declarar que el equipaje no lo has perdido de vista y que no lo has dejado al cuidado de nadie. ¿Y éstos cómo se han enterado -te preguntas- de la pereza que me da hacerlo, hasta el extremo de pretender que le eche un ojo una semana antes de salir el vuelo? Está claro que a la compañía le va la marcha. Desde luego, lo suyo con los bultos es obsesión. Cuando el juez de Barcelona le sacó los colores, la red no daba abasto. Los usuarios venían a decir que volar con los aludidos era un cóctel explosivo de Dragon-Khan, el tren de la bruja y al filo de lo imposible. Ignoro si el trato que no pocos perciben como manifiestamente mejorable es una artimaña de atracción que por los resultados funciona. Publicidad gratis, vamos. Aunque ésta sea que una cosa es bajo coste y, otra, mal servicio. Yo, que he afrontado la experiencia con malsana curiosidad, no tengo quejas. Pero lo seguiré intentando.