A l Qaeda ha vuelto a teñir de sangre otro 11 como si no hubiera habido suficiente con los anteriores. Casi tres decenas de muertos y más de medio centenar de heridos víctimas todas ellas de un extremismo instalado en la locura, la misma que en esta ocasión ha llevado el horror a Argel y a los terroristas a proclamar la intención de seguir en sus trece hasta liberar «la tierra del Islam desde Jerusalén hasta Al Andalus». Tan convencidos deben estar de que la razón cae de su parte que, como ya han demostrado en más de una ocasión, ni sus vidas les importan un carajo con tal de llevar a la práctica sus objetivos, que no son otra cosa que cobardes asesinatos en masa por mucho que el tramposo lenguaje terrorista se empeñe en llamarlos de otro modo.

Con todo, no son los miembros de Al Qaeda los únicos que parecen dispuestos a todo con tal de no dar su brazo a torcer. Sin necesidad de trasladarnos al integrismo más radical, ni tan siquiera de cambiar de país, estamos siendo testigos de situaciones que, exceptuando el resultado final, lo que no baladí, encierran esa misma tozuda intransigencia. ¿O tiene otro nombre lo que están haciendo los artífices de la ya denostada teoría de la conspiración tanto durante la investigación de los atentados de Atocha como en el juicio contra sus presuntos autores ¿No les resulta de un patetismo similar la imagen del ex director general de la Policía balbuceando ante el magistrado Bermúdez lo que no podía declarar porque sencillamente no había sucedido y la de un terrorista suicida despidiéndose de su familia y encomendándose a su dios antes de ceñirse el cinturón que instantes después le hará estallar en mil pedazos Tal vez la comparación les parezca exagerada, cuando realmente no hay tanta diferencia. Y eso es lo peligroso.