A Manolo Alcaraz

Por uno de esos avatares de la fortuna han caído en mis manos, de manera prácticamente simultánea, dos libros recientes de autores italianos que, en mi opinión, haríamos muy bien en leer con atención en España y, en particular, en la Comunidad Valenciana. Son, cabría decir, libros complementarios.

Del primero es autor Gianrico Carofiglio, un juez convertido luego en escritor de gran éxito y que ahora es además senador de la República italiana. El título, La manumisión de las palabras, se entiende mejor si se tiene en cuenta que la palabra italiana manomissione tiene un doble significado: no solo significa liberar (como en castellano "manumisión"), sino también alterar, violar. En su libro, Carofiglio reacciona contra la tendencia, característica de la política italiana de la época de Berlusconi y de los regímenes totalitarios, en general, a la manipulación del lenguaje. Y se propone llevar a cabo una tarea tanto literaria como ética y política consistente en tratar de dar sentido a las palabras, porque solo de esa manera puede darse sentido a las cosas y, en último término, a la política, entendida como "categoría noble del actuar colectivo".

El segundo ha sido escrito por un periodista, Marco Travaglio, y se titula La desaparición de los hechos. La tesis que en el mismo se defiende, con abundante apoyo en episodios de la reciente vida política italiana, es que cada vez más los medios de comunicación (los periodistas) de ese país tienden a construir sus noticias dejando a un lado los hechos: "nada de hechos, solo opiniones" parecería ser el lema de este nuevo periodismo. Ahora bien, proceder de esa manera lleva lógicamente a pensar que todas las opiniones (opiniones no basadas, pues, en hechos con los que podrían contrastarse) valen lo mismo; y, claro, lo que al final acaba por prevalecer (por convertirse en "hechos") son las opiniones plasmadas en los medios de comunicación de mayor difusión (cuyo propietario no es otro que el presidente del Gobierno, Silvio Berlusconi), reducidas además a eslóganes simples repetidos una y otra vez, sobre todo a través de la televisión.

La desaparición de los hechos y la manipulación del lenguaje son algo más que simples falacias del discurso público. Si se prescinde de los hechos y las palabras se usan como lo hacía el famoso personaje de Alicia en el país de las maravillas ("cuando uso una palabra -dice en un momento del cuento Humpty Dumpty- ella significa exactamente lo que yo decidoÉ ni más ni menos"), entonces, simplemente, no es posible llevar a cabo una discusión racional. No es que haya errores de razonamiento, malos argumentos que parecen buenos, sino que no hay razonamiento en absoluto. La política se sitúa en el campo de la arbitrariedad y de la violencia, aunque no se trate estrictamente de violencia física. Por suerte, la vida política en España no ha llegado por el momento a niveles berlusconianos, pero hay buenas razones para creer que hemos iniciado una carrera en esa dirección y que a su cabeza se sitúa la Comunidad Valenciana. No soy, ya lo sé, el primero en advertirlo. Pero la tendencia es tan preocupante (Italia fue también el país precursor de los fascismos hace poco menos de un siglo) que seguramente no venga mal insistir en ello y ver si todavía cabe hacer algo para evitar lo peor.

Se podrían poner muchos ejemplos de esa deriva. El último lo suministra el auto de la Audiencia de Castellón que decretó el archivo de varias causas seguidas contra Carlos Fabra, el presidente de la Diputación de esa provincia, por considerar que los delitos por los que se habían abierto, habían prescrito. Esteban González Pons, uno de los políticos del PP más influyentes en la Comunidad Valenciana, hizo al respecto el siguiente comentario que ha sido reproducido en todos los medios de comunicación: "una buena noticia para la presunción de inocenciaÉ y una buena noticia para Fabra y para sus amigos". De lo segundo no cabe duda: el auto en cuestión favorece los intereses de Fabra y, en consecuencia, es comprensible que sus amigos y él mismo se alegren. Lo que resulta más arduo de entender es la primera parte de la frase: ¿por qué es una buena noticia para la presunción de inocencia? Si la interpretamos literalmente, no me parece que podamos encontrarle algún sentido: el mal funcionamiento de la Administración de Justicia junto con la acción de abogados habilidosos dedicados a recurrirlo todo y a alargar de esa manera los procesos para buscar lo que al parecer han logrado, la prescripción, sencillamente no tiene nada que ver con la presunción de inocencia; salvo que González Pons piense que la "presunción" de inocencia significa que, cada vez que alguien es acusado de haber cometido un delito, lo deseable es que la Administración de Justicia no pueda (por las razones que sean) cumplir con los plazos establecidos y, en consecuencia, tenga que archivar la causa. ¿Pero hay alguna razón para pensar así? No, y en realidad, tampoco González Pons lo hace. El sentido de su comentario es otro. Lo que él pretende es hacer desaparecer de la escena el hecho de que Fabra había sido investigado por la comisión de diversos fraudes fiscales que (según las informaciones de que se dispone) es prácticamente seguro que llevó a cabo. Sustituirlo por este otro: lo que le pasó a Fabra es que, durante estos últimos años, ha sido víctima de una persecución urdida por un grupo de periodistas, inspectores de Hacienda, jueces y fiscales. Y manipular la expresión "presunción de inocencia", vaciándola de cualquier significado descriptivo comprensible. Todo ello, al servicio de una estrategia verdaderamente peligrosa para la democracia: hacer imposible la discusión racional y sustituirla por la mera persuasión emotiva; convertir la política en un simple ejercicio propagandístico.

Uno de los capítulos más interesantes del libro de Carofiglio es el que se dedica a analizar la palabra "vergüenza". Entre otras cosas, define la vergüenza como un sentimiento de turbación que deriva de la conciencia de que un acto de uno mismo o de otro resulta contrario a una norma ética. Muestra que la vergüenza es tanto un sentimiento individual como social. Que la capacidad de sentir vergüenza constituye un mecanismo fundamental para tutelar la salud moral, de la misma manera que el dolor fisiológico en relación con la salud física. Y que la capacidad de experimentar vergüenza decae con la decadencia de la civilización. Pues bien, no parece que González Pons o Fabra sientan, o vayan a sentir, vergüenza alguna por lo que han hecho (o dicho: decir es también una forma de hacer); no habría razón para ello si lo ocurrido hubiese sido precisamente una "persecución". Pero esto no es lo más grave del caso. La falta de vergüenza no es patrimonio exclusivo de los políticos; también afecta a los universitarios, a los periodistas, a los deportistasÉ Y la existencia de una cierta cantidad de desvergonzados no impide que una sociedad pueda funcionar de manera más o menos razonable. Lo más grave del caso lo constituye la pérdida generalizada del sentimiento de vergüenza en relación con los actos ajenos. La incapacidad de sentir vergüenza de nuestra vida política, de nuestros políticos. Aunque al respecto haya alguna excepción que hacer. Si he dedicado este artículo a mi amigo Manolo Alcaraz es porque él nos muestra cada semana, en las páginas de este periódico, que la política (el discurso político) es compatible con la inteligencia y con la honestidad.